No diremos que sea lo único importante -como Doña Rosa en La Colmena– pero el caso es que estamos perdiendo la perspectiva. Sabemos que el origen de cualquier noticia es la fuente de donde procede, y de la fiabilidad de ésta depende la veracidad, la relevancia y la calidad de la información que se ofrece. Esto ha sido así siempre. Pero hoy tenemos que una inédita web recién activada convertida en un nuevo y espontáneo medio de comunicación; un diario online del que lo verdaderamente noticioso, por insólito, es que publique noticias verídicas; o un diputado que por su cuenta y riesgo decide airear una sospecha en el Parlamento… han conseguido que sus supuestas “revelaciones” alcancen la categoría de noticias de altísima repercusión mediática, hasta el punto de que han marcado la agenda política de los últimos días. No entramos en si los hechos referidos por estas fuentes son finalmente veraces, porque no nos toca aquí. Pero lo que sí es reseñable es que prácticamente nadie los ha contrastado. Medios supuestamente serios las han subido a primera plana con estruendosos titulares.
Aparte de la intencionalidad política -que tampoco vamos a valorar- o de los intereses de las empresas informativas por el hecho de que ciertas historias o ciertos titulares alcancen gran difusión, hay otro hecho que marca la selección informativa: la presión por el clic. Y no hace falta ceñirse a la información política. Sucede en todas las secciones -deportes, economía, internacional… Muy bien lo reflejaba Soledad Gallego-Díaz en una tertulia radiofónica hace unos meses, antes de ser la actual directora de El País: en las redacciones, hasta no hace mucho, se debatía si tal o cual hecho que llegaba “era noticia”; ahora el debate, o la pregunta, es: “¿esto funciona?” Muchas redacciones de hoy viven presididas por grandes monitores que muestran en tiempo real las estadísticas de los clics -las visitas- a cada pieza informativa. Y cuando la cosa va floja, hay que darle una inyección. Entonces es el momento de colgar un contenido que llame a pinchar en el titular. Independientemente de la calidad, la fuente, la relevancia o el rigor de lo que se publique. Sí, no se crean, también ha sucedido en El País.
Los elementos que “excitan” al lector online y le animan a hacer clic tienen que ver, lógicamente, con la relevancia del personaje o la entidad objeto de la información. Obviamente, con el elemento gráfico, la foto que ilustre, o audiovisual, el vídeo que acompañe. Y, muy importante, con el titular, y dentro de él, con las “palabras clave” que se empleen. Estos días, como bien señala el analista Diego Crescente en su artículo de hoy, términos como “maricón”, “prostíbulo”, “plagio” o “robo” predominan en los titulares de la información política, y también, ciertamente, en los discursos. Importa lo espectacular, lo que se consuma rápido. Y a sumar clics, a engrosar el informe que llenará de satisfacción al Consejo de Administración. ¿Y la calidad, el rigor, el arte y oficio de la historia interesante y bien contada? Se da por supuesta, esto es, ni se piensa en ello.
Así, asistimos hoy a la profusión de informaciones a cuál mejor “empaquetada”, aunque debajo del envoltorio lleven muy poco. O cuenten un hecho no debidamente contrastado, por no decir directamente una mentira. Lo que importa es que enganche. Y volvamos a la fuente: si se otorga más credibilidad a un trolero que a una persona o entidad debidamente acreditada, simplemente porque lo que cuenta es más divertido, más impactante o interesa más difundirlo, estamos dejando de hacer periodismo y dedicándonos a otros géneros o profesiones. Que eso pase en Twitter, pues ya lo decía Umberto Eco, «las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas» y cada uno sabrá a qué atenerse, qué creerse y qué ignorar. Pero lo hagan cabeceras reputadas, de gran alcance y credibilidad entre sus lectores, es una irresponsabilidad.
Porque, efectivamente, estamos perdiendo la perspectiva. Los medios de comunicación, como bien presumen de ello, ejercen un papel decisivo en las sociedades democráticas como garantes del derecho ciudadano a estar informado, formarse su opinión y decidir. Pero si se prestan al juego de primar lo indocumentado a lo que tiene hechuras de realidad, están dimitiendo de su función. Y que no vengan apelando al derecho a la libertad de expresión, como hace hoy El Mundo en su editorial. Como decíamos el otro día, y ellos lo conocen muy bien, no tiene nada que ver “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones” o “comunicar o recibir libremente información” con difundir relatos que por su procedencia saben que podrían no ajustarse -o hacerlo sólo a medias- a la verdad. Y de ahí a contar deliberadamente mentiras va un trecho muy corto.
Elijamos, seleccionemos bien la fuente. En su salubridad está a veces la diferencia entre informar y desinformar. Si la fuente es tóxica, lo que salga de ella no hará más que intoxicar.