Cuando no es opinión, sino mentira

Aunque en los últimos tiempos puede que no esté quedando tan claro, en España está plenamente reconocido el derecho a la libre expresión. Literalmente, según el artículo 20 de nuestra Constitución, “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”. El límite a este derecho, como también se reconoce explícitamente, radica simplemente en el hecho de que la libertad de cada individuo termina donde empieza la de otro. Esto es, “el respeto de los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollan y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.

En este último aspecto, y sin extendernos demasiado, se establece que cuando surja conflicto respecto a los límites a respetar, se ponderará en función de la situación y las circunstancias, “sin que quepa la aplicación automática de reglas generales”. Y, más concretamente, la jurisprudencia establece que “el cargo u ocupación de la persona afectada será un factor a analizar, teniendo en cuenta que los cargos públicos o las personas que por su profesión se ven expuestas al público tendrán que soportar un grado mayor de crítica o de afectación a su intimidad que las personas que no cuenten con esa exposición al público”, de acuerdo con una sentencia del Tribunal Constitucional de 2003.

Por lo tanto, y aunque haya quien se empeñe en querer demostrar lo contrario, aquí se puede expresar lo que cada uno considere. Guste a muchos o a ninguno. Lo comparta uno o le moleste a otro. Otra cosa será la brillantez, relevancia o pertinencia de lo expresado, la gracia o ninguna gracia que tenga la expresión, lo acertado o equivocado, lo inspirado o ciertamente negado que pueda haber estado el que expresa. Y por cierto, aunque no venga ahora a cuento, qué favor le están haciendo ciertos garantes de los “preceptos de las leyes” a supuestos creadores cuya obra hubiera pasado completamente inadvertida, dada su ínfima calidad, y sin embargo han alcanzado una universalidad que ni ellos hubieran soñado o vaticinado en la más enorme de sus borracheras.

En efecto, la opinión es libre y eso no hay quien se lo salte. El problema es cuando viene afectada de origen, o podríamos decir con defecto de fábrica. Las opiniones se refieren a hechos, a personas, a entidades… Nos cae mal fulano, admiramos a tal empresa, nos parece fenomenal lo que ha dicho este o una canallada lo que ha hecho el otro… Pero ¿y cuándo opinamos sobre hechos que no son ciertos, que no han ocurrido o lo han hecho de forma diferente a como nos lo han contado?

La Constitución también reconoce y dice proteger el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. A partir de esa información, se puede opinar y lo puede hacer todo el mundo en el sentido que le parezca conveniente. Lo que pasa es que se da por supuesto que la información comunicada y recibida es veraz. Y aquí radica la cuestión: a veces se difunden informaciones que no son exactamente verdaderas o que lo son a medias. Esto es, mentiras.

A menudo sucede que esas mentiras no se difunden por difundir, y no se quedan en eso. Se hacen circular, precisamente, para suscitar opiniones. Y, más allá, para generar estados de opinión en torno a asuntos que, por la razón que sea, interesa poner sobre la mesa del debate público. Y la gente opina, claro. Y su opinión es libre, legítima. Pero en esos casos nace viciada, está enfangada porque se desarrolla a partir de una mentira.

Historias distorsionadas, contadas desde un único ángulo, noticias mal o nulamente contrastadas, declaraciones sacadas intencionadamente de contexto, titulares que no se corresponden con la información relatada, hechos mezclados y puestos bajo el mismo encuadre, cuando no hechos puramente inventados… que por su repercusión o por su trascendencia en un momento dado, suscitan opiniones. Si, la práctica también se puede denominar de otra manera, empleando el verbo “echar…”

A cualquiera puede parecerle lo que le parezca, y expresarlo, que líderes políticos de Baviera hayan perpetrado un golpe de Estado contra Alemania; que el Gobierno de Perú firmara la claudicación del Estado ante el terrorismo; que París esté muy sucia desde que llegó la nueva alcaldesa; que el defensa del Peñarol de Montevideo fuera independentista canario; que las ONGs sigan aprovechándose de las crisis alimentarias en África; que los opositores del régimen bonapartista sean héroes justos y cabales; que Putin sea un okupa del Kremlin; que cesara el ministro que estaba consiguiendo abaratar el recibo de la luz; que estemos ofendiendo a Hungría, ese país asolado por los invasores… ¿de verdad no han leído ninguna de estas? ¿O parecidas…? Las corrientes de opinión en torno a un hecho falso tienden a elevarlo a la categoría de hecho consumado.

Hoy dedicamos mucho tiempo y energías a opinar sobre cosas que son mentira. Y contribuimos todavía más a extenderla. La opinión es libre y es un derecho, pero cuando está basada en una mentira, termina siendo lo que es, más mentira.

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