Las campanas no suenan en Riga

Imagina un mundo sin países, sin posesiones… y sin turistas. Imagina que por la Puerta de Suecia irrumpe una horda de humanos en bermudas montados en sus segways con ruedas como trailers, capitaneados por un loro chillón… y el pobre Lennon -el que le evoca- y su piano se quedan absolutamente silenciados. De nada sirven las súplicas de un mínimo de respeto y comprensión al arte. La señora vomita sus explicaciones guturales sobre lo bello y emblemático del lugar… sin reparar lo mínimo en que son ella y su tropa quienes están arruinando todo ese encanto.

El centro histórico de Riga es para gestionarlo despacio, con mucho esmero y sin demasiado plan a priori, aparte de proveerse un calzado adecuado para esos adoquines que trituran de la emoción. Por lo demás, dejarse llevar, tirar de intuición cuando se revela un recodo, un camino inusitadamente estrecho, una vista de esas que parecen inventadas por un loco soñador… o para, en efecto, evitar las aglomeraciones de ávidos cazadores de fotos, vídeos y otros souvenirs digitales. Buscar los espacios, que dirían los técnicos. Y con la seguridad de que uno no se va a perder. Siempre podrá mirar al cielo y encontrar una de esas torres impenitentes, que le pondrán en su sitio, o por lo menos en uno reconocible. Por lo demás, no hace falta controlar el tiempo. El paseo puede llevar pocas horas o unos años, si aceptamos detenernos en cada motivo y en cada adorno, o aspiramos a aprendernos todas las historias que se han escrito o contado en cada centímetro de piedra.

A eso de las nueve de la tarde -aún no es noche- conseguiré captar la solicitada Puerta tal cual, sin apéndices adheridos. Es verdad que son más propicias estas horas para adentrarse en estos parajes interplanetarios, cuando las manadas guiadas reposan en sus cuarteles o cenan en las terrazas con show musical. Y la luz es más íntima y agradecida. Qué diferencia toparse ahora de incógnito con los Tres Hermanos y no la otra vez, en plena vorágine de mediodía. Que, por cierto, antes de conocer su historia, a estos uno más bien los hubiera denominado los tres borrachos, dada la pose de los tres edificios, que parece que vayan cogidos de la mano para no caerse de lado. Pero, en efecto, fueron tres miembros de la misma familia los que construyeron cada uno el suyo, en diferentes épocas. Y así, una casa medieval se comunica con una renacentista y ésta con una barroca. Visitar el ínfimo Museo de Arquitectura, sito en la del centro, valdrá la pena más que nada por la sensación única de abrir esa puerta y pasar adentro.

Vista con perspectiva, la fisonomía de Riga es una acuarela de torres, cúpulas, agujas y demás efectos especiales recortados en el cielo. Ya de cerca, es una ciudad que aguanta la mirada de frente pero invita en cada paso a elevarla al infinito. Todo el bullicio terrenal en las plazas ocupadas por terrazas, puestos y tenderetes -¿cómo serán en invierno?- y toda la solemnidad celestial en sus cimas católicas, luteranas y ortodoxas, en singular y pactado equilibrio. Pero si caemos en la cuenta, en estos días no habremos oído sonar una campana. Ni sé cuánto hará que guardan silencio. Si son normas administrativas o si se nos permite elucubrar. Esto es, si el pacto de conveniencia establece que ciertas historias no suenen más, mejor dejarlas como están.

A la torre de la iglesia de San Pedro la fulminó un obús en la Segunda Guerra Mundial, y no se decidieron a volver a levantarla hasta más de 30 años después. Ver las fotos de las obras de reconstrucción produce escalofríos, como aquellas míticas de cuando levantaron los rascacielos de Nueva York. La Casa de los Cabezas Negras, emblema de la ciudad, no corrió mejor suerte. La construyeron y habitaron alemanes, y alemán fue también el misil que la decapitó. La faena la remató el ejército rojo, que no tuvo duda en reducirla a escombros. Fue necesaria una exploración arqueológica para descubrir que había estado allí. Desde 1999, luce espléndida en el primer atardecer, tan holandesas sus paredes desmenuzadas y hoy reconstruidas, como reza en la puerta. El generoso Mercado Central habita cuatro antiguos hangares Zeppelin utilizados en la Primera Guerra Mundial.

Y no dicen nada, ¿qué van a decir? Cuando unos te atacan y otros te defienden, puedes ganar o perder. Pero cuando te sacuden de todos los sitios, el que viene más fuerte que el que se fue, pues casi mejor callarse y esperar a que el tiempo pase sin hacer más ruido ya. Así vivió Riga y es imposible que no recuerde. Lo que sí es cierto es que esas torres y edificios no hablarán, pero se conocen bien y se comunican simplemente con la mirada. Y se ponen de acuerdo. Te escrutan cada paso y pareciera que se avisan entre ellas cuando vas a aparecer por el campo de visión de una o la otra, que no hace falta explicar lo amplio que es. Desde algún punto del suelo planetario serás capaz de divisar las tres más altas cumbres a la vez. Pero ellas te han estado viendo siempre, aunque no lo sepas. Todos tus movimientos están trazados y registrados. Es lo que tiene haber vivido siglos en estado de permanente vigilancia. Mucho oficio adquirido por necesidad.

A todo esto, estamos en el Cuba -otro templo al uso de los que afloran en este planeta- ahogando estas reflexiones en una Mezpils dorada y sedosa. Para ser exactos, fue antes, en las monturas desguazadas del Garazza, donde empezamos a dar forma a estos pensamientos. Zaskia me miraba y seguro que se preguntaba, ¿qué coño -como se diga- tiene este en la cabeza? Por lo menos, ella sí que me dijo que no vendría mañana.

Estábamos cruzando el ecuador, y ya a la vuelta comprenderíamos todo lo que habíamos aprendido en el planeta Riga.

(Continuará…)

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