El viaje ha sido pesado, cambio de nave a mitad de ruta, la tripulación andaba revuelta. Pero al fin el transbordador se ha posado sobre la superficie a la hora prevista, sin complicaciones y sin mayor novedad. Las primeras vistas del planeta no serán las más gratificantes, el terreno se antoja inhóspito. Sin embargo, tras un breve aunque incómodo trayecto en el vehículo rodado dispuesto para la ocasión, aparece el río. Y tras él, el esplendor. Riga se presenta al visitante tal como se la dibujaron en las imágenes que enviaron las primeras sondas espaciales. Ahora falta adentrarse, infiltrarse entre esa formación de torres y descubrir lo que se trama bajo esa impronta imperial.
“¿Tu primera cerveza en Letonia? Bien, te traeré mi favorita”. Después de degustarla con asombrado placer y pagar menos módicamente de lo esperado, la camarera se despide muy segura, “te veo mañana”. Pero ya nunca más la encontraré en esa terraza. Vallmiermuiza se llamaba y ya estaría todos los días conmigo. ¿La chica? No, la cerveza.
Seis días de estancia pueden quedarse muy cortos o hacerse eternos. Hay planetas que al segundo día ya no dan más de sí, y hay que buscarse escapadas a satélites más o menos cercanos que den contenido a la expedición. En otros, te maldices por no haber programado la vuelta siquiera un día más tarde. Una intensa jornada pedestre nos vale para conocer los cuatros puntos cardinales de Riga, a la segunda tarde ya estamos perfectamente aclimatados y nos movemos como pez en el agua por su amable geografía. ¿Está ya todo hecho aquí? En absoluto, quedará lo mejor: disfrutar del sólo hecho de estar.
Como ya nos prometíamos, el planeta Riga irradia un brillo muy propio, su atmósfera produce colores y ángulos, puntos de vista muy distintos. Cruzado de Sur a Norte por el río Daugava a punto de desembocar, en realidad todo está en una ribera. La otra se antojará un laberinto del que no resultará fácil salir, y menos con los pies intactos. Tres puentes cruzan por el centro urbano. Uno para el tren, que recuerda algo al Hohenzollern de Colonia. Y dos para coches, bicicletas y viandantes, por este orden. Uno pretenderá parecerse al Alejandro III de París y el otro guarda un aire al del Alamillo de Sevilla. Claro, que lo que se cruza es un caudal amplio, cebado ya de agua para echarla al mar, y esos puentes son largos, 600 metros o más. Y potentes, de caminar enérgico más que de paseo y parada, menos de música evocadora y más de estruendo y viento. Había que cruzarlos.
De lo que no cabe duda es de que vida hay. Y no ha hecho falta estudiar mucho para constatarlo. De todo tipo de inteligencia y pelaje. Eso que encontramos apenas entrar en la zona vieja por la central Kalku Iela, a la vista de todo el paisanaje foráneo y local, con chicas dentro, fuera y encima de la barra, será exactamente lo que nos pareció la primera vez que pasamos por delante. Pero esa torre disparada hacia el cielo que te divisa desde la primera salida de prospección, que te escruta todo el camino que haces, cuando estás ya bajo su sombra, o cabría decir mejor en sus dominios, no es la iglesia sino mismamente el cohete de San Pedro. Y siempre parecerá a punto de despegar.
Habíamos dicho puntos de vista. Desde el arquitectónico, remitámonos a un artículo que leeremos ya acomodados en la aeronave de vuelta -sí, este viaje lo era. El autor sostiene que Riga combina su esencia gótica en el casco antiguo, el esplendor modernista en el centro más moderno, y el brutalismo soviético en las zonas periféricas residenciales. Que, obviamente, son las que se prestan menos a visitar. No obstante, la estética estalinista deja puntuales recuerdos de su presencia. Sin ir más lejos, la estación base en la que nos alojamos: un recto y rotundo edificio convenientemente revestido para los nuevos tiempos, y que por cierto hace esquina con la amplia arteria que en su día fue la Avenida Lenin.
“Ah, aquellos camaradas españoles de los buenos tiempos, Félix y Alejandro, nunca los olvidaré”, me espetará en lengua rusa un venerable anciano cuando le digo de dónde soy, intuyo -porque no sé ruso- que refiriéndose a esos días de gloria que para él fueron incomparable, inolvidablemente mejores. Antes que planeta autóctono, Riga y toda Letonia pertenecieron al sistema de satélites del Imperio Ruso primero, y de la galaxia Soviética después. Y rusos siguen siendo la tercera parte de los habitantes de aquí. No hace falta ser muy sagaces para entender que siguen creyendo que ese planeta sigue siendo el suyo. Y que la Historia no empieza ni se termina, sino que simplemente pasa ahora por aquí.
Se entiende que Riga orbite entre Venus y Marte, porque concita a la vez los efectos del amor y de la guerra. Cuentan que Catalina la Grande enfermó durante una estancia, y se curó con un tiro de black balsam, 45% de alcohol que, efectivamente, alivia la más profunda herida. Sus fachadas lucen señoriales, pero por momentos parecen haberse dado a esos tragos. Es y ha sido su vida. Sus edificios han sufrido y han resistido, han caído y se han levantado. Sus catedrales e iglesias creen diferente y sin embargo parece que hicieran fuerza juntas cuando se necesitaron mástiles para izar una vela mayor que buscara un rumbo. Sus luces no se apagan porque nunca quieren dejar de verlo todo. Por nubes de meteoritos y por tormentas siderales, el planeta ha seguido su curso y no va a dejar de girar.
A todo esto, en el viaje de ida habíamos perdido algo, pero todavía no lo sabíamos. Buscábamos vida más inteligente aún de la que ya estábamos conociendo. Esas exploraciones incluyeron varias visitas al Folkklubs Ala Pagrabs -que no es un lago helado sumergido sino un bar como un templo. En la penúltima de las inmersiones, nos sorprendió una soberana cerveza oscura servida con esmero, mirada y candor. “Descansa y cuídate mucho, amiga” – “¿Te veo mañana?” – “Claro, además será mi última noche aquí”. Pero al día siguiente no estaba, ya no la vi más. Elina se llamaba. ¿La cerveza? No, la chica.
Y a la vuelta ya supimos todo lo que habíamos perdido en el planeta Riga.
(Continuará…)