Ahora caes, a veces es necesario que vengan ciertas noticias a sacarnos de la vulgaridad. Y resulta que mucha de la actualidad que hoy vivimos parecería un homenaje a Tom Wolfe. O que la realidad ha superado la imaginación que él derrochó hace 30 años. No su talento, porque nadie sería capaz de contar lo que está pasando como él contó lo que vio.
Quien leyó “La hoguera de las vanidades” y tuvo además el acierto de no ver la película, lo entiende perfectamente. Aquel potentado Sherman McCoy, que se sentía el “dueño del Universo”, terminó hecho una piltrafa social, todo por un altercado que en condiciones normales -de la hipócrita normalidad imperante- no hubiera debido suponerle mayores contratiempos. Pero se complicó. Como se pueden complicar muchas cosas. Hoy se nos informa, con mayor o menor profusión, con según qué intención de amplificarlas o disimularlas, de ingentes e indecentes vanidades que se creyeron intocables y ahora arden en las hogueras, mira cómo van.
Ciertamente, aquella novela impactó. Lo que pasaba y circulaba por aquella sociedad neoyorquina de los ochenta, posiblemente lo suponía cualquiera que formara parte de ella, pero cada uno carecía quizás de perspectiva para verla en su conjunto. Y, sobre todo, nadie había sido capaz de describirla, desgranarla y diseccionarla con tanta precisión. Con ese estilo vivo y ese lenguaje sincero hasta doler, que le venía de haber leído a Zola. Hasta entonces, Tom Wolfe había propuesto periodismo con herramientas literarias. Ahora hacía literatura con armas periodísticas, escribió una crónica de 800 páginas que cautivaba de inicio a fin. Y abrió los ojos. A los de allí y a los que nunca habíamos estado en Nueva York… y sin embargo lo veíamos.
Hay que decir, no obstante, que todo quedó en un rotundo éxito de crítica y público, sí, en lo que hoy recordamos como un best seller que además era un gran libro. Pero sean periodistas o escritores, juntaletras al fin y al cabo, esta maravillosa gente no goza habitualmente del status como para que los establishment les tomen verdaderamente en serio. Divierten, entretienen, y ahí se quedan. Así que aquella clase social bien instalada aplaudió a rabiar al autor, lo premió y agasajó… y luego siguió con sus verdades asumidas, su vida despreocupada, sus negocios por encima de todo y de todos… sus vanidades. Que ya estaban extendidas a otras ciudades, países y continentes. Eran además los años en los que caía la amenaza más allá de Berlín, y la congregación de los opulentos voraces -o llámenlo “liberalismo económico”- se hinchaba de razón porque se sabía ganadora de una larga guerra. No estaba para detenerse. Anchas eran Castilla, los Estados Unidos de América y de fuera de ella, el mundo entero…
Y las cosas dieron en complicarse. Pero no tuvieron que venir escritores ni periodistas a constatar lo que se daba, bastaron los índices de Wall Street y sus hermanos y primos. Veinte años después de la ficticia desgracia del pobre McCoy, aparecieron muchos maccois de carne y hueso, ex dueños del universo convertidos en juguetes rotos. De Lehman Brothers a las cajas de ahorro, castillos y grandes fortalezas se desmoronaron. Lo que comenzó entonces fue una carrera desenfrenada por salvar el pellejo, por huir del barco antes que las propias ratas. Lo trágico fue que la mayoría de que los que se salvaron fueron los que tenían medios para ello. Los que se hundieron sin remisión fueron generalmente los engañados. Los embaucadores, quien más quien menos, pudieron encontrar una balsa para salir a flote. Sus vanidades habían ardido, pero aún podrían fabricarse otras.
La humanidad no aprende cuando tiene otras prioridades antes que aprender. Los que vieron escampar la tormenta se secaron la ropa, se limpiaron los lodos y siguieron exhibiendo su impune palmito, presumiendo en privado de amantes sureñas, acopiando apartamentos en Park Avenue, traficando títulos y privilegios, levantando comisiones, especulando con el grano de África, amaestrando jueces… Y más gerundios para la hoguera. Descabalgando a los que un día se ilusionaron con auparse a la clase media; recaudando cada euro o dólar para que no se malgaste en esas cosas sociales; impulsando a un nuevo gran Dueño del Universo, este sí que sí, que mueve embajadas o desmantela pactos nucleares con tal de asegurar que el universo sea, claro está, de él y de los suyos. Y además, ahora ellos escribirán los libros y los periódicos, o pagarán a quienes se los escriban. Así se evitarán sorpresas.
Por cierto, al final de la novela se sabe que el chico negro del Bronx murió como consecuencia del atropello que a la postre arruinó la vida de Sherman. Pero como a nadie le importaba ese detalle, nadie había reparado. De parecida forma, de las víctimas que aún hoy lo son de aquel desfalco universal, es de quien menos se sabe, quien menos voz tiene. “Hay que salir a la calle y hablar con los protagonistas. No se puede escribir de oídas”, dijo el propio Wolfe. Pero eso ya prácticamente no se usa, las crónicas hoy se redactan delante de un monitor que contabiliza los clics.
Y en esto, se nos va Tom Wolfe y caemos en la cuenta. ¡Cómo van las hogueras!