Comunicación transparente… ¿o líquida?

Transparencia es una palabra muy apreciada, una propuesta necesaria, pero lo complicado es practicarla. Decimos, y todos estaremos de acuerdo, que la comunicación transparente es la que de verdad fortalece y sostiene la reputación de las empresas, de las personas, de cualquier ente, entidad u organización. Especialmente en nuestro tiempo, en el “mundo de cristal” en el que vivimos (sic Pablo Herreros), en el que todo se termina sabiendo antes, después o incluso mucho después. Bien, pero no nos confundamos. No todo es transparencia. A veces, más bien, es comunicación líquida.

Para aclarar el concepto de transparencia, podríamos remitirnos a Bill Gates, cuando dijo que las malas noticias deben fluir dentro de las organizaciones a la misma velocidad que las buenas. Me reservaré mi opinión sobre si realmente lo ejerció su compañía, pero es cierto que, poco después de manifestar esta idea, Microsoft se vio sumida en una crisis escalofriante, que pudo tener consecuencias devastadoras hasta para su subsistencia. Y que le obligó a hacer autocrítica, a mirar a su alrededor y tener que reconocer que no todo el mundo les apreciaba, sino en muchos casos justamente lo contrario. En buena medida, ese cambio de actitud les ayudó a salir relativamente bien parados de aquel atolladero. De hecho, hoy existe.

La antítesis, lógicamente, es la opacidad. Pero ésta puede venir determinada por otras fuerzas mayores. Hay estilos corporativos muy herméticos, se diría en vías de extinción, aunque a veces la sensación de apertura resulte ser más maquillaje que pura convicción. Y hay conductas soberbias, que se manifiestan incapaces de admitir que son ellos, y no todos los demás, los que circulan en sentido contrario. De eso tenemos muchos ejemplos, por supuesto en la política española, alguno de plena actualidad. Pero también en las empresas, y fundamentalmente en muchos de sus directivos. ¿Cuántas conocemos que no se subieron a la apisonadora que venía, y se convirtieron en carretera? Generalmente porque no supieron adaptarse a nuevos escenarios en sus mercados, pero fundamentalmente también porque pretendieron hacer ver que nunca se equivocaban. Tenían “absoluta tranquilidad”.

Podríamos decir que la mejor comunicación sería la que parece que no existe. Es cuando la imagen de la entidad brota de forma natural, se manifiesta como es, sin filtros, y la audiencia la percibe tal cual. Le gustará o no, la comprará o no, pero nadie se sentirá engañado, cada uno sabrá muy bien por qué toma una actitud u otra. Conocerá sus hechos y, en función de ellos, aplicará su criterio. Pero para que el público se forme esa opinión, hay que darle datos. Transparencia no es que el rey salga desnudo, esperando que los incondicionales vengan a adularlo. Es vestirle con un atuendo sencillo, sin grandes alardes, pero que permita identificarle. Que tanto republicanos como monárquicos le vean y sepan quién es.

La razón de ser de la transparencia no es manifestarla con brillantes palabras y ante grandes auditorios. Lo complicado es consolidarla día a día, desde los pequeños detalles. No se trata de convocar rápidamente una multitudinaria rueda de prensa ante una noticia negativa o amenazante, simplemente por el hecho de demostrar que se da la cara. Y a la hora de la verdad, no saber qué responder, caer en renuncios, generar todavía más confusión. La transparencia es la como la improvisación de Churchill, hay que saber trabajarla. Requiere pararse a valorar cada situación. Dotarse de un mensaje diáfano, honesto, creíble y contrastable. Saber transmitirlo adecuadamente, en tiempo y forma. Bajando más a la tierra, responder a todas las preguntas, sin evitar las más insidiosas – es en esas, precisamente, en las que tenemos más que ganar. Saber estar, si se decide estar, en los espacios, redes y canales sociales -ahí sigue, y lleva años, esa conocida agencia de viajes que mantiene cerrado el muro de su página en Facebook: cada vez que publica un bienintencionado estado, se les monta el incendio en los comentarios.

Sí, la comunicación transparente ha de ser simple en su manifestación, pero lo simple es muchas veces lo más difícil. Y tiende a confundirse con el minimalismo. Que, mal entendido, se hermana con la simpleza. Por ejemplo, vemos entidades y líderes que resumen su discurso en una frase a modo de estribillo, que pretendiendo que sea fácilmente asumible por un gran público, termina por resultar boba. No todo se puede simplificar, las realidades a veces son complejas y la ciencia está en saber explicarlas y que se entiendan. No vamos a hablar de estrategias de comunicación cogidas con papel de fumar, que no aspiran más que a satisfacer o acaso no molestar al jefe, esto es, son transparentes sólo hacia arriba. Y qué vamos a decir de organizaciones incoherentes, en las que uno manifiesta una idea y todo lo demás que se ve de ella rezuma otra.

Transparente no significa líquido. Mostrarse íntegro y creíble implica llevar detrás una política de comunicación basada en líneas sólidas y consistentes. Que no se noten, pero que todos por dentro, de arriba abajo, sepan que existen.

P.D. Pero uno de los que más saben de transparencia en comunicación es Pablo Herreros, al que he parafraseado antes, y recientemente ha publicado un libro sobre el tema. En esta entrevista lo presenta y nos regala algunas notas más que interesantes. Prometo leerlo, pero desde ya me atrevo a recomendarlo.

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