Si fuera arte… Patinaje eres tú

Si yo hubiera sabido cantar como Frank Sinatra, tocar la guitarra como Paco de Lucía o el piano como Chopin… Si hubiese sido capaz de componer las canciones de McCartney, moverme como Elvis, iluminar los escenarios como David Bowie… Pero si al menos hubiera sabido patinar, tal vez no me frustraría tanto no saber ni tener nada de eso. Porque sobre el hielo hubiera podido dibujar notas e hilvanar melodías divinas, aplicarles redobles de batería en cada salto, interpretar la vida y ponerle voz con el cuerpo, movimientos que hablan y sienten, bajar el tono por los parajes íntimos o subirlo hasta cumbres infinitas. Tendría música en las piernas y en las manos, y la regalaría al mundo para que la celebre y la cante.

Si me hubiera dado la mano y el arte para pintar “Las Meninas”, dominar el espacio como Leonardo, sacarle miradas profundas a las piedras como Miguel Ángel… Si hubiese tenido el don de dibujar como Picasso, elevar las figuras como El Greco, inventar los azules de Tiziano… Si me hubiera dado para patinar, habría hecho de la pista un lienzo blanco sobre el que compondría escenas, perspectivas y fondos, jugaría con los claroscuros y dejaría trazos de color para los grandes días. Las cuchillas serían el cincel con el que rescataría sonrisas y asombros, enigmas y terribilidades, plasmaría contornos y torsiones imposibles. Toda una revelación de esplendor y movimiento, la vida manifestada, del amor al dolor, en toda su expresión.

Si hubiera cultivado la lírica de Shakespeare, la facilidad de amasar el lenguaje como Cela, visión y pulso para escribir “Tiempo de Silencio” … Si el alma me hubiera brotado de los versos como como a Federico, contara la vida vivida como Hemingway, recreara los ambientes de Balzac… Si al menos hubiera cultivado el patinaje, en cada página en blanco dejaría una historia corta o una historia libre, hilaría rimas triples y cuádruples, alargaría los versos en giros interminables. Crearía aventuras de héroes que se rebelan contra jueces y destinos irrevocables, personajes cotidianos o sobrenaturales, pasiones secretas o desesperadas. Puliría el estilo en cada gesto, rebuscaría epítetos y sinécdoques, significados escondidos en cada línea que trazan los patines.

Si hubiera aprendido a bordar el tenis como Federer, a hacerlo retumbar como Nadal, a devorar metas como Eddy Merckx… Si hubiese sabido bailar sobre un campo de fútbol como Zidane, hacer de ese juego una sinfonía como Johan Cruyff, detener el tiempo como Usain Bolt… Si al menos hubiera aprendido a patinar, apuraría las líneas como si fueran los límites entre la gloria y el precipicio, subiría y bajaría las cuestas sin sentir, admiraría el paisaje desde lo más alto y bajaría a los valles a descansar. Haría fácil lo difícil, mantendría la posición tras escorzos inverosímiles, vería ángulos y espacios donde nadie es capaz. Me haría fuerte en la derrota, aprendería a ser generoso en la victoria. Pero siempre, siempre, disfrutaría cada partido y cada carrera sobre la cancha blanca y deslizante.

Pero no todos sabemos, aprendemos, cultivamos. Quien sí tiene todo esto y mucho más es Javier Fernández. Él ha sido Frank Sinatra, Paco de Lucía, Elvis… Y también Verdi, Chaplin… hasta Pirata del Caribe. Pero como nadie es absolutamente feliz con lo que tiene, el patinador milagro español ansiaba el único éxito que le faltaba en su carrera: la medalla olímpica. Hoy la ha conseguido en Pyeongchang. De bronce como si fuera de oro, porque es importantísima. Redondea una carrera prodigiosa, que sin un metal en unos Juegos se hubiera visto incompleta. En Sochi era demasiado joven, en Pyeongchang 2018 demasiado mayor. Así es este deporte y así es la vida olímpica.

Nunca valoraremos suficientemente lo que este deportista ha conseguido, y quien quiera, que se lea algo de su biografía. Significativo era el título del programa con el que ha ido a defender su sueño olímpico: “El hombre de La Mancha”. Porque, ¿qué hace un hombre de la recia y seca meseta sobre una pista de hielo? Pues superarse, sobreponerse a la técnica que no tuvo oportunidad de aprender desde muy niño, echarle mucha determinación él y su familia… y, sobre todo, mucho arte. Con todo eso, ni más ni menos, ha llegado Javier Fernández a ser el mejor del mundo, sí, un verdadero milagro en un país con 2.000 licencias de patinaje cuando él empezaba. Y ya en su última oportunidad, a las puertas de la retirada, haber sabido agarrarse al podio olímpico que su tiempo amenazaba negarle.

Música, Artes Plásticas, Literatura y Deporte, esto es el patinaje artístico, entre otras cosas. Y, hoy más que nunca, patinaje eres tú. Gracias, SuperJavi.

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