Para Occidente, no cabe duda de que Rusia siempre fue culpable. De todo y en todos los contextos históricos. Para España, o para cierta población de ella, particularmente ominosa. No nos vamos a engañar, imperialistas siempre fueron los rusos: con los zares, con los soviets y ahora con Putin. Y esa condición inherente lleva implícito el vicio de querer meter las narices en los asuntos de otros países. Lo hicieron, lo hacen y lo seguirán haciendo. Si no eran los espías eran los ataques preventivos, si no un despliegue nuclear estratégico, una potente remesa para financiar movimientos revolucionarios o subversivos. Pero vamos, que han debido ser los únicos. Nada de todo esto ha ejercido, por ejemplo, Estados Unidos, ¿verdad?
Ahora vivimos en los tiempos de lo intangible. De la percepción por delante de la evidencia. De la emoción por encima de la razón. Las redes propician un medio poderoso para la difusión de información, pero también de la desinformación, accidental o, la mayoría de las veces, intencionada. Antes, cualquiera podía ser receptor de una serie de emisores, pero ahora cualquiera puede tan emisor como receptor de los mensajes. De ello se deriva que sea muy fácil difundir cualquier contenido, independientemente de su calidad, veracidad, rigor o independencia.
Por otro lado, como la mayoría de las sociedades, estados y regímenes de este mundo se han preocupado sistemáticamente de que sus ciudadanos aparquen -hasta olvidarlo- el sentido crítico ante lo que se les cuenta, muchas veces -aunque no tantas como se dice- resulta difícil discriminar lo verdadero de lo falso, lo honesto de lo ruin, lo informativo de lo puramente sectario. Otras veces, ni siquiera se quiere diferenciar. Se “compra” lo que conviene que pase, sin pararse a constatar si está pasando o no.
Y claro, otra vez, Rusia es culpable. De que Trump ganara las elecciones norteamericanas; de que el Reino Unido votara a favor del Brexit. Ahora, del proceso independentista en Cataluña. Que es verdad que la manipulación cibernética es peligrosa, en muchos casos efectiva y difícil de contrarrestar. Que no se va a negar que el Kremlin y sus poderes fácticos tendrán sus intereses en desestabilizar allá donde les conviene sembrar discordia y confusión. Y que tienen gente muy lista hurgando en los hilos y las redes. Pero esos mismos o parecidos intereses, y esos mismos o incluso superiores medios, los tienen otros países, de China a Israel, y por supuesto Estados Unidos. En menor medida, pero no despreciable, también los gobiernos europeos, incluido el español, y los grupos de presión en los que se respaldan, tienen a su alcance estas herramientas. Y comparten la misma vocación manipuladora, distorsionadora de la realidad. Y acaso los territorios por donde se despliega todo este nuevo armamento destructivo, Twitter, Facebook, Google… son todas compañías rusas, ¿verdad?
Claro que a Putin le ha encantado que ganaran Trump o el Brexit, pero para que aquello ocurriera, algo más tuvo que ocurrir, y principalmente dentro de esos países. Como decía -pero sólo en parte- un humorista gráfico hoy, no hacen falta rusos para difundir mentiras. Ya lo hacen todos los políticos, estadounidenses, británicos y españoles -catalanes, madrileños, gallegos… Y cuentan con sus bien armados amplificadores de la falacia y el engaño. Ahora, la estrategia -de la que participan influyentes medios de comunicación– es despejar responsabilidades políticas o de otra índole, girando el foco hacia un enemigo común. Que no es otro que la vieja, eterna y antipática Rusia. Da gusto -¿o muerte?- leer algunos encendidos editoriales de estos días. Como en los mejores tiempos…