Noviembre en Iguazú

De madrugada, a la primera luz, rompieron a graznar y a aullar todas las aves y las bestias, y seguramente también todos los santos de la selva. El escándalo era tal que llegaba a anular el rumor del lejano estruendo que persistentemente llegaba. Era pura vida al asomarse por la ventana. Y una buena noticia comprobar que el repelente, especial para la ocasión, había funcionado a la perfección. Total, ya nos habían agujereado los mosquitos de Buenos Aires.

El viaje en autobús y un tiento de mate servirían para desperezarse de una breve noche de Halloween en modo samba, necesariamente interrumpida por exigencias del madrugón. Fernando Rojas lleva 20 años trabajando de guía en la zona, en este tiempo nunca vio un jaguar, pero sabe que por allí los hay. Y pumas, que aunque el sub-trópico no parezca su ecosistema natural, se adaptan a todo si hay rico alimento al alcance. Un armadillo será lo más sobresaliente de la fauna sudamericana que llegaremos a ver. Y no es tontería, no son tan fáciles de encontrar así, bajo nuestros pies.

Por aire desistiremos de verlas, pero nos llenaremos de las Cataratas del Iguazú por tierra y por agua, de frente, de lado y por dentro. Hay que cruzar a Brasil para verlas imponentes, abarcar toda su dimensión y ser conscientes de esa grandeza y ese ruido. Y hay que volver a Argentina para andar y desandar entre ellas, trepar y descender, kilómetros sin poder escuchar más que su discurso imperturbable e inapelable. Por arriba, el río aparentemente manso y apacible que de repente se desboca, parece que lo engullera el mundo, pero es la Garganta del Diablo. Asomados al abrupto balcón, ahí abajo, tan cerca y sin embargo tan imposible, queda el mirador brasileño desde donde unas horas antes veíamos esas cortinas furiosas precipitarse ante nosotros.

Euforia, liberación y al mismo tiempo risa nerviosa e impotencia de no poder mover ni un músculo. Será la sensación cuando la lancha nos ponga justo debajo. Eso sí, de uno de los saltos más amables, porque la citada garganta de 80 metros de altura o el rotundo Salto Bosetti no se prestan a estos juegos. Mucho menos a las hazañas de Vázquez Figueroa, que suponemos lo hizo en un paraje mucho menos violento, si no, a ver cómo… Gastón Arizmendi tuvo que irse allá por necesidad y sin ganas, a trabajar de guía en la agencia local Aguas Grandes, ahora lleva nueve años y dice que ya no se mueve de allí. Cayendo la noche el Parque Nacional cierra en teoría, pero en la práctica queda reservado a excursiones muy exclusivas y bien remuneradas, son los que tienen derecho a disfrutar del arco iris de luna. O los clientes del Hotel Hilton, enclavado en pleno corazón del parque, con vistas a toda la herradura salvaje, sólo a ellos, y en otros tiempos, se les permitió edificarlo allí.

Ya lejos de la orgía de aguas, vapores y senderos empapados, es cuando se hace patente el calor sub-tropical. Puerto Iguazú son cuatro calles a las que se llega después de 20 minutos de oscuro y sudoroso paseo desde el hotel. Por sus inmediaciones ya se ve vida, transitan niñas adolescentes empujando cochecitos de niño, a quien llevan no es precisamente sus hermanos pequeños. Aunque estamos en Argentina, el ambiente, la comida y las fisonomías son predominantemente brasileras. Una de las calles es una fila de casas, tienda y bar a la vez, donde sentarse en la terraza a darse una picada, frugal, como casi todo por estas tierras.

El citado Gastón, que nos recomendó la heladería O Gredo, era un entendido en la cuestión, pero además seguramente un cachondo. Pagas y te dan un número, pongamos el 74. Miras el marcador y van por el 19. Bruna Cecilia y Adriana Lima preparan cada helado con cariño, les pidan uno o les pidan seis, con esmerada y amorosa dedicación: el caramelo, la cucharita, la nata…sin alterarse ni perder la cándida sonrisa, pase el 20… Vamos a dar una vuelta, cuando volvamos ya irán por el 32. Y nos dedicaremos a ver las caras que pone la gente, otra vez la risa floja. Como hora y media después disfrutaremos de cinco minutos deliciosos a más no poder. Mira la toalla del hotel, quemada y agujereada, suerte del repelente que nos acabamos de aplicar por última vez.

Y de madrugada las aves, las bestias y quizás los santos volverán a expresar su devoción por vivir, o al menos de haber llegado hasta allí. Esto cuando partimos justo hacia la otra punta del país que parece un planeta. Un 2 de noviembre, ocho años hace ya.

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