Hepatritis

Podría ser un nuevo término a acuñar por los modernos inventores de palabras. Patriotismo del hígado. Dolencia hepática que se manifiesta en una desaforada exaltación de valores nacionales predeterminados. Amarillismo incontenido, salpullidos masivos. Fiebre cegadora incendiada por la exageración colectiva y generalmente entregada a un caudillismo redentor.

La hepatritis se extiende de lo cotidiano a lo universal, permanece siempre latente en focos más o menos localizados, pero en ciertos momentos históricos se propaga hasta alcanzar la categoría de pandemia. Es entonces cuando deja de ser simplemente sórdido, casposo, de dudoso gusto, para transformarse en un verdadero peligro. El hepatriotismo crónico reside en reductos localizados sin significativas consecuencias. Sin embargo, el hepatriotismo agudo es altamente virulento, y tiene la especial característica de estimular fenómenos víricos opuestos. Crea los debidos caldos de cultivo para propiciar la tensión y seguidamente la confrontación, que es su verdadera razón de ser.

Ciertamente, la hepatritis necesita enemigos para desarrollarse. Bien sean reales o imaginarios, presentes en sus entornos o ideados a propósito para generar sus propios vectores de transmisión. Sus grandes aliados son la precariedad, el miedo y la desesperación. Ahí encuentran fieles y se hacen fuertes. Una vez toman suficiente cuerpo y masa crítica -o mejor dicho, amorfa-, son capaces de engendrar sus propios contrarios con los que retroalimentarse. Entonces mutan en hepatriotismos de distintas morfologías y pelajes: unificadores, separatistas, separadores… El error es pensar que el choque entre éstos implica su mutua destrucción. Al contrario, es justo lo que necesitan para crecer y ejercer toda su virulencia, esto es, su capacidad de provocar enfermedades y dolor a su alrededor.

Porque los hepatriotas son, ante todo, excluyentes. Su gran miseria es que no aman realmente a su patria, sino a la patria que ellos querrían tener. Y privan de ella y de sus símbolos a todo el que no la crea, sienta y venere como ellos lo hacen. Es más, son los primeros en renegar de ella en cuanto “su patria” no se manifiesta y expresa como ellos dictan que debería ser. Ejemplos a miles tenemos, podríamos contar, de patriotas que a la hora de la verdad han deseado lo peor a su “país de mierda” en cuanto la realidad no pintaba “como Dios manda” según su particular y único entender.

Los virus sólo pueden multiplicarse dentro de las células de otros organismos. La hepatritis aspira a hacerse poderosa en sus comunidades, a adueñarse de banderas e himnos, calles y edificios, iglesias y librerías. Que sean solo suyos para darse el placer de imponérselos a los demás. Llámenlo instalar urnas furtivas o ir presto a incautarlas, declarar independencias en una servilleta o movilizar campañas de juras de bandera populares, oponer una policía a la otra, arengar desde titulares, editoriales y tribunas de la prensa militante, que ya nos vale el papelón… Y siempre, poner enfrente al que no va detrás.

Lo que no soportan es la indiferencia. A quienes quieren realmente someter los hepatriotas es a los que no les bailan el ácido nucleico o no les permiten multiplicar su agente tóxico. Esos son sus verdaderos destructores potenciales. Porque son justamente los que ignoran sus soflamas, los que no están dispuestos a alterar su vida según sus designios, los que van a seguir amando a su tierra y a su gente sin odiar al prójimo, los que tienen la capacidad de vencerlos y diluirlos. De reducirlos a la condición de foco residual en el que siempre han vivido en cualquier nación, comunidad, pueblo o aldea que se precie de normal.

P.D. Información de servicio: la bandera que hemos elegido para ilustrar este post es la de Mongolia. Serán casualidad sus colores, pero no que los habitantes de este país se denominen mongoles. No confundir con el adjetivo similar…

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