Una frase bonita de Richard Branson: “forma bien a la gente para que pueda marcharse, trátales mejor para que no quieran hacerlo”. Se refiere a las empresas y a la retención de los empleados. Pero ¿y si trasladásemos la idea a los países y a las sociedades? Se supone que los pueblos tienen el derecho a decidir a qué comunidad, región o país pertenecen, bajo qué nacionalidad se presentan, ante qué bandera o himno se inclinan, si es que tienen a bien inclinarse ante tales símbolos. Eso es así, se pongan como se pongan los que se tengan que poner. Otra cosa es que no siempre haya sido así. Antiguamente, o hasta hace muy poco, a los pueblos se les conquistaba o anexionaba, y poco más tenían que decir. Pero con las sociedades democráticas y la normalización de las relaciones internacionales -que todavía andamos en ello y aún nos queda tarea…-, la autodeterminación es un derecho.
Otra cuestión es cómo se ejerce, y que estas cosas no se pueden hacer de cualquier manera. Si se le da a un pueblo la oportunidad de elegir qué es y a dónde quiere pertenecer, esa sociedad debe contar con toda la información y las herramientas para que cada uno tome individual y libremente su decisión, sopesando pros y contras, razones y emociones. Y es fundamental que las partes afectadas e interesadas -básicamente el que quiere independizarse y el en ese momento es detentor de la soberanía- se pongan de acuerdo en realizar la consulta en fondo, forma y tiempo de llevarla a cabo. Esto es, con seriedad. Como se resuelve civilizadamente un divorcio o la disolución de una empresa. Esto es, exactamente como no se está haciendo en el caso de Cataluña.
Pero volviendo a la frase de Branson, si érase un país, ¿qué hace para que una región, una parte importante de lo que entiende que es su esencia como nación, no se le desmiembre? Pues, si ya no lo puede hacer por las armas o mediante decretos unilaterales e irrefutables, la vía más razonable será convencerle de que no se vaya. Es decir, tratar de implicarle en su proyecto de país. Ilusionarle, hacerle sentirse parte importante del viaje que afrontan juntos. De cualquier manera, en un proceso independentista, como en cualquier debate, existe un porcentaje de gente convencida de antemano, de irse o de quedarse, que no va a atender a más argumentos que los que les reafirmen en su postura. Pero luego, existe un mayor o menor grupo de indecisos o que les da igual -que, a lo mejor, como por cierto ha dicho Joan Manuel Serrat, éstos últimos son la inmensa mayoría. En cualquier caso, a todos habrá que dejarles expresarse con total libertad, confianza y en disposición de toda la información pertinente. Y si son los indecisos los que terminarán por inclinar la balanza, es a éstos a los que unos y otros deberían intentar seducir.
¿Es lo que están haciendo los soberanistas catalanes y los defensores de la soberanía española? Pues uno, desde aquí -la meseta para más señas- sólo puede referirse a lo que ve, a la prensa que consume, a las declaraciones y opiniones que lee o escucha. España, con sus defectos crónicos, sus males indemnes y sus coyunturas complicadas, todavía podría edificar un proyecto ilusionante. No solo para Cataluña, también para las demás regiones y comunidades españolas. Una idea común que compartir, una vida que vivir juntos, con episodios felices y divertidos, desafiantes y difíciles. Más allá de los beneficios económicos, la perspectiva de seguir perteneciendo a la UE, se les podría hablar de la riqueza cultural que podemos sumar juntos, de los éxitos de nuestro deporte y nuestras artes, de la incomparable experiencia de visitarse, mezclarse, aprender de las diferencias y reírnos de nuestras propias e intrínsecas particularidades. De nuestra calidad de vida, a pesar de todo y de que nos la pretendan hurtar. De la solidaridad que los españoles -catalanes, vascos, andaluces…- han demostrado en los momentos más necesarios, sin ir más lejos a raíz del reciente atentado en Barcelona, pero también, recíprocamente, cuando sucedió en Madrid. Que toda esa gente ha estado siempre muy por encima de las instituciones políticas -todas- que dicen representarles. El problema es, precisamente, que en este y otros procesos, las operaciones las dirigen los políticos
Porque si el mensaje que se les transmite desde el centro de España a los catalanes, incluidos los indecisos -o incluso los que se sienten muy nacionalistas sin terminar de desear la independencia- es simple y llanamente la Ley por la Ley y la Constitución o la nada, la prohibición de actos, la incautación de urnas y papeletas, suspensión, acción policial, artículo 155, informaciones sesgadas, editoriales y tribunas beligerantes… Si encima las instituciones que así se dirigen a ellos son percibidas como las que han propiciado o perpetrado la corrupción a escala nacional, y paralelamente el empobrecimiento, el descabalgamiento de las clases medias, los recortes de derechos sociales y el dramático aumento de la desigualdad en el país al que les exigen seguir perteneciendo… Si la voz que escuchan es adusta, rancia y triste, cuando no despectiva o amenazante. Si ese es el proyecto de nación que se les está vendiendo, hasta el proceso soberanista más sectario, mezquino y chapuza -y difícilmente otro lo será más que este- será capaz de ganar adeptos hasta donde nunca siquiera lo hubiera sospechado.
¿Se acuerdan de aquellos chicos de la película Goodbye Lenin? A través de las fantasías que se inventaban sobre lo que estaba sucediendo en Alemania en aquellos momentos, para no sobresaltar a su enferma madre, llegaron a la reflexión de que quizás estaban creando una idea de país en el que merecería la pena vivir. Si a esa pobre mujer se le hubiera pintado la realidad como están pintando la de estos días ciertos medios nacionales, le hubiera sobrevenido inmediatamente el infarto. Viene el presidente del Gobierno esgrimiendo la fuerza del Estado, y uno cree estar escuchando a Thomas Hobbes con su Leviatán, o volviendo a lo cinematográfico, al mismísimo Darth Vader doblado por Constantino Romero. ¿No es para salir corriendo? Cuidado, que simplezas del mismo calibre se están aireando desde la parte contraria. Y en medio, la gente. Si lo miramos, son las opiniones de artistas, deportistas, intelectuales… personajes ajenos a la política, las que están demostrando mayor sensatez y perspectiva, cada uno desde sus puntos de vista. Pero se les estigmatiza en cuanto se salen una línea de los dos guiones establecidos. ¿No será que a unos y a otros les interesa mantener el discurso incendiario, blindado a cualquier punto de encuentro, porque en el fondo tienen bien calculados los réditos que obtienen de la fractura social?
España necesita un proyecto de país que ilusione, en muchos ámbitos: la educación, la apuesta por la innovación, la igualdad… También en lo territorial. No se le puede decir a todos sus habitantes, de Sur a Norte y de Este a Oeste, “esto es así, es lo que hay y ya está”. En cualquier relación, amistosa, amorosa, laboral, hay que mantener la chispa para que perdure y crezca. Y el estancamiento, el aburrimiento y la atonía lo estropean todo. Pero, desgraciadamente, nos toca aguantar a una clase política que no tiene más proyecto que el suyo, no se fijan más objetivos ni puntos de mira que los que marca su agenda. Y que pase lo que tenga que pasar…
La realidad, lo que tenemos, es que hay asuntos que son complejos de por sí, pero hay quien tiene la virtud de complicarlos mucho más. Quizás todo sería más fácil con un poco de inteligencia y voluntad. Volviendo a la frase del inicio: si de verdad los queremos, démosles lo necesario para que puedan marcharse. Pero cuidémosles para que quieran quedarse. ¿Es aún posible?