En la final del 1.500, Noureddin Morceli -que unas semanas más tarde batiría el récord mundial- pugnaba por salir de la cárcel de piernas en la que se había visto encerrado a 200 metros de meta, mientras Fermín Cacho se iba hasta marcarse una recta imperial que nos dejó frotándonos los ojos. A esas horas del sábado llevábamos 21 medallas ya, pero esa era La Medalla. Atrás quedaban los primeros días de zozobra, antes de que, en el velódromo, José Manuel Moreno inaugurara el medallero español. Un viernes de bendita hemorragia -con Miriam Blasco en judo y Daniel Plaza en marcha-, el saco de medallas que ya se vislumbraba nos iba a dejar la vela y el tenis que no nos iba a fallar, nos dejaban más tranquilos. Sabíamos que ya todo lo que viniera, sería un regalo. Y fueron el hockey femenino, el fútbol, Antonio Peñalver, Carolina Pascual, Javier García Chico… Lo nunca jamás visto en el deporte olímpico de este país.
Pero en Barcelona estaban pasando más cosas. En el Sant Jordi, un tal Magic Johnson asistía a un tipo llamado Larry Bird. Aquí los que se frotaban los ojos eran el público… y los rivales. Drazen Petrovic trataba, a su estilo, de sacarle de sus casillas al ínclito Michael Jordan, y en un momento que miró al suelo… él mismo calzaba unas Nike Air Jordan. Todos los Juegos Olímpicos dejaron una figura icónica –Mark Spitz, Nadia Comaneci, Usain Bolt…- y en estos, con respeto de todos los demás, fue el equipo nacional de baloncesto de los Estados Unidos. Sí, el Dream Team, el único que realmente ha merecido llamarse así en cualquier deporte. Como un símbolo de que el mundo estaba cambiando, en el podio les secundaron dos países recién independizados, Croacia y la Lituania de Sabonis.
También estaba cambiando el mundo en la piscina. Dos rusos ya no soviéticos, Alexandre Popov y Yevgeny Sadovy, -que competían bajo el nombre de Equipo Unificado– se instauraban como nuevos reyes de la velocidad y el estilo libre. Las chinas emergían como las herederas del viejo poder del Este. Pero nadie conquistó más oros individuales que Krisztina Egerszegi, una húngara que hizo honor al prestigio y devoción de este país por la natación. Que hoy día siguen manteniendo. De las piscinas Picornell nos quedaría para siempre la incomparable imagen de los saltadores recortados en el cielo de Barcelona, la ciudad abajo, la Sagrada Familia al fondo, obra de la magistral realización de alguno de esos magos mal valorados que siempre tuvo RTVE.
De vuelta al estadio de Montjuic, otra argelina, Hassiba Boulmerka, se imponía con todo su tesón no ya a la rusa Rogachova en la final de los 1.500, sino a los que en su país pretendían defenestrarla por atreverse a correr en pantalones cortos y sin velo. Ni imaginábamos lo que el mundo todavía iba a cambiar. La estadounidense Gail Devers reinaba en los 100 metros apenas unos meses después de levantarse de una silla de ruedas. Terminada la final de los 110 metros vallas, el galés Colin Jackson lloraba a moco tendido mientras se abrazaba al canadiense Mark McKoy. Era el favorito y se había trompicado en la primera valla, pero el que contra todo pronóstico había vencido era su gran amigo. El saltador de altura sueco Patrick Sjoberg se escapaba a los vestuarios a echarse un pitillo en plena final. El habano de oro se lo fumaría el gran Javier Sotomayor. Por ahí seguían Carl Lewis, Jan Zelezny, Linford Christie, Jackie Joyner, Heike Dreschler… ¿Cuántos Juegos llevaban ya? El atletismo venía tocado de Seúl, pero seguía siendo el Rey de los deportes.
Todos estos y muchos más fueron Barcelona’92. Y nosotros, que lo vimos, disfrutamos y vibramos, fuimos Barcelona’92. Estos días se recuerda, se editan y programan especiales emotivos y nostálgicos, evocamos esos días mágicos, las gestas deportivas y los eventos más emblemáticos. Uno recuerda todo esto que ha puesto, pero también que aquellos españoles de hace 25 años asistíamos a la ceremonia de inauguración con ese escepticismo tan nuestro, ese pesimismo proverbial –“no van a llegar a tiempo”, “va a ser un desastre”, “vamos a hacer el ridículo”, “no nos vamos a comer un colín”. Y cuando quince días después se apagaba la llama olímpica y cantábamos el “Amigos para siempre”, sabíamos que aquí había pasado algo muy grande. Y que nunca lo íbamos a olvidar. Luego, la vida ha seguido 25 años más…