La dinámica de networking era simple, pero tenía su gracia. A cada uno le daban a la entrada un papel en el que habían escrito la mitad de un refrán. Y había que encontrar al que llevara la otra mitad. Por ejemplo, si a uno le había tocado “mal acaba”, debía buscar al que llevara en su papelito escrito “El que mal anda”. Entonces se presentaban, hablaban, se conocían y, si la cosa resultaba, ya estaban conectados. Luego, se les sugería pegar los dos papeles formando el refrán completo en un panel, y si la creatividad les asistía, añadir una reflexión ingeniosa, a modo de haiku.
Estaba además bien pensado el juego, ya que, al parecer, de las 60 o 70 personas que se habían dado cita en aquella fiesta de verano del Loom House, pocas parecían conocerse entre sí, excepción hecha de los organizadores. Cuando llegó el momento de empezar a jugar, el invitado solitario -uno de tantos solitarios allí- tomó su papel del bolsillo y leyó: “que a un cojo”. Estupendo, se sabía el refrán -porque si no, hubiera tenido un problema. Así que debía, lógicamente, buscar a la persona que llevara la leyenda “Antes se pilla a un mentiroso”. Muy fácil iba a ser.
Claro, hubiera sido mucha casualidad haberse dado de narices con la persona buscada al primer tentativo encuentro. “Perro ladrador”, “buena sombra le cobija” o “Al que madruga” fueron algunos de los primeros que divisó. Al principio se había limitado a caminar vigilante con el cartel bien visible, por si antes le encontraban a él. Después se acercó a las personas que veía solas. Ya, soltada la timidez, empezó a incursionarse en los corrillos: “¿algún mentiroso por aquí?”, preguntaba con gracia y a la vez cierta esperanza. Dados ya unos cuantos paseos infructuosos, optó por tomárselo con tranquilidad. Pidió una cerveza, se apostó en una de las mesas altas y ahí dejó su “cojo” mensaje por si alguien lo veía. Conversó con otras personas, que recuerde con “Ojos que no ven”, “ciento volando” y “no te quites el sayo”. Pero del mentiroso, ninguna noticia.
Anochecía plácidamente en los jardines, pasaron las bandejas, cayó alguna cerveza más. Llegaron los discursos de homenaje y agradecimiento, debidamente motivados ya por los efluvios, y el caso es que la gente se fue olvidando del juego. Bien porque la mayoría ya había encontrado a su pareja refranera y se sentía conectada, bien porque la gente ya estaba a otras cosas. Pero el cojo invitado seguía dándole vueltas, y no dejaba de mirar veladamente a todo el que pasaba cerca, lo cual era cada vez más complicado por la incipiente oscuridad y porque, bueno, ya casi nadie llevaba su medio refrán a la vista. ¿Será posible que no haya aparecido el tal mentiroso? ¿Se habrá ido o, simplemente, no ha venido?
Llegó el momento crucial de todas estas reuniones sociales, en el que toca decidir entre una retirada a tiempo o complicarse definitivamente la noche. Optó por lo primero, no sin antes, ya que había estado allí, dejar al menos algo de su impronta. Tomó el papel, un rotulador, añadió la pata que le faltaba al refrán y lo pegó en el citado panel, con su reflexión. Quedó algo así: “Se pillaba antes a un mentiroso que a un cojo… pero eran otros tiempos”. En efecto, se supone que los refranes expresan la sabiduría acumulada con la costumbre, pero sucede que los tiempos cambian y algunos pueden quedarse obsoletos. Hoy, seguramente, es más difícil descubrir al mentiroso.
Así, se marchó discretamente, despacito, cojeando. Y cojo fue todo lo que quedaba de noche. Buscando tal vez a alguien que le mintiera, al menos un poco, siquiera por compasión. Lo malo es que, aun así, se quedaría dudando de si al final lo encontró.