Los Alpes son verdaderamente los que han hecho del Tour de Francia una hazaña y del ciclismo una obra de arte. A lo largo de los años y de las décadas, la historia de la carrera más grande del mundo se puede contar en los cuadros que ha dado de sufrimiento y belleza, de épica y vértigo, miradas perdidas en el infinito que podía haber pintado Miguel Ángel, batallas sobre el fondo de inabarcables valles que podría haber firmado Turner, pasión bajo cielos enganchados en las montañas que hubiera recreado El Greco. Hoy, los helicópteros de la televisión francesa se elevan sobre las carreteras sinuosas, interminables, buscan ángulos imposibles y cortan la respiración cuando dejan descubrir los vacíos que se abren a un lado, o a ambos, de la hilera de ciclistas que transita penosa, esforzada y al fin gloriosamente por esos pasos que no parecen terrenales.
Pero el ciclismo es un deporte, el Tour la competición por excelencia. Y los Alpes cumplen su función, la de decidir y ser juez de la carrera. No siempre ha sido así, es verdad, sobre todo en los últimos tiempos. Pero esta vez sí. Por fin la ronda francesa -y hacía años- ha conseguido que se llegue a la última semana con todo por decidir. Y tocan sus Majestades los Alpes. Donde todo puede suceder. Donde las montañas -más que simples puertos- no entienden de favoritos, de nombres ni de estrategias. Donde un gran día te hace inmortal, pero unos malos minutos te condenan al abismo.
Y este Tour 2017, que es verdad que ha obviado algunos pasos emblemáticos en otros sistemas montañosos -sin que por ello haya mermado la dureza, hay que decirlo- no ha escatimado en los Alpes. Dos días, cuatro grandes altos, altísimos, de los que definen lo que es este macizo, y dos nombres, sobre todo, que van asociados a la historia más rancia de la primera carrera del mundo: el Galibier y el Izoard. Antes de que se subieran estaciones invernales –Alpe d`Huez como referente más célebre- o de que se descubrieran caminos de ganado y se reconvirtieran en anglirus o zoncolanes, estos dos enormes puertos eran los señores alpinos por excelencia, los que no había ciclista que no esperara y a la vez temiera. En sus rampas impenitentes y en sus bajadas de vértigo han escrito líneas imborrables de la leyenda de este deporte Coppi, Bartali, Bobet, Anquetil, Merckx, Ocaña, Fuente…
Sí, dicen que otros puertos de hoy tienen pendientes de mayor porcentaje. Pero no significa necesariamente que sean más duros. Los alpinos, generalmente, se empiezan a ascender desde valles muy profundos, y en su cima se rozan o superan largamente los 2.000 metros. Quiere esto decir que son subidas largas, de 20 km en adelante, puro fondo. Si le añadimos los efectos de la altura y el calor del mes de julio, pura tortura. Si encima también tienen rampas más que considerables, y sobre todo en su parte final, pura agonía. El Col du Galibier, ascendido por la vertiente norte, enlaza con otro alto inmediatamente anterior, el Col du Telegraph -donde las crónicas dicen que el “Tarangu” Fuente le lanzó 21 demarrajes a Luis Ocaña el Tour del 73. Sumados ambos, son 31 kilómetros de ascensión. Y justo los ocho últimos kilómetros son los más escarpados, cuando falta el aire y se avistan montañas que parecen quedar por debajo de la propia carretera.
Pedro Delgado, que ya conoció muchas de las cimas modernas, suele decir que, para él, éste es el puerto más duro que ha subido. Se afronta en la etapa de mañana, precedido por la Croix de Fer -en realidad, lo que se sube es el Glandon por su cara más “amable”. Tras coronar los 2.645 metros del Galibier -donde por algo se erige el monumento al fundador del Tour, Enri Desgrange-, un descenso vertiginoso, imperial, de 20 km que dejará a los corredores en la meta de Serre Chevalier. ¡Cuidado! Hemos nombrado antes a algunas leyendas. En una etapa prácticamente igual a esta, con el mismo final, Miguel Induráin dejó visto para sentencia su Tour de 1993. Otro al que dice que le gusta el mítico col es… Alberto Contador. ¡Atentos!
Al día siguiente, el jueves, se asciende el Col de Vars -otro “2.000” con historia, y finaliza la etapa en lo alto del Col d’Izoard, a 2.360 metros. Éste otro coloso alpino -el favorito de Fausto Coppi, donde un monumento recuerda su noble pugna con Louison Bobet– se asciende por la cara Sur, en su caso, también la más dura. Desde Guillestre son unos 30 km hasta la cima, al principio suaves. Lo duro comienza a 14 km, y lo asfixiante son los últimos seis, cuando además el paisaje se va haciendo más inhóspito y desolado, y decididamente lunar cuando pasen por la zona conocida como La Casse Déserte, a tres km de meta y preludiando las rampas más pronunciadas. Aquí se puede terminar de decidir la carrera. Si no, quedará a expensas de la contrarreloj de 22 km en Marsella.
Como siempre, la batalla y la épica dependerán de los corredores. Pero, como decimos, este año la carrera llega con los máximos favoritos en un puño. Y presumiblemente, con las fuerzas ya justas, después de un Tour que prácticamente no ha dado respiro. Puede que, como suele darse en el ciclismo moderno, haya quien espere a las últimas rampas de los dos colosos para asestar su golpe. O quien especule con la perspectiva de la contrarreloj. Pero, aquí en los Alpes, la propia idiosincrasia de estas montañas puede hacer que más de uno se descabalgue antes. Y dada la configuración de la general, no es descartar que alguien decida atacar de lejos. Entonces, tendremos un gran espectáculo. ¿Y qué hará Mikel Landa, o qué decidirá su director de equipo, si de pronto los insobornables jueces alpinos descubren una debilidad de Froome? Porque aquí las máscaras no valen, se derriten bajo el sol de justicia o se caen por los precipicios. Tenemos Tour, ¡Viva el Tour! y paso a sus Majestades los Alpes.