Se buscan «guguelistas» más que periodistas

Leo por ahí que la destitución de Pedro G. Cuartango supone una de las últimas esperanzas perdidas para el periodismo escrito como lo entendimos siempre. Esa profesión que nos explicaron que consistía en ver las cosas, hacer por entenderlas, y luego contarlas -en este caso escribirlas-, para que los demás también las entendieran. Ah, y dejar que a partir de ahí los lectores se crearan su propia opinión, no dársela ya hecha. En realidad, no es sólo el ya ex director de El Mundo (Vozpópuli, 12 junio). Son muchos los periodistas digamos genuinos que en los últimos tiempos han quedado varados en las orillas del paro o hundidos en las profundidades del ostracismo. Y otros muchos los que, simplemente, han tenido que cambiar de trabajo. Porque en algunas o bastantes redacciones, lo que se hace delante del ordenador no es periodismo. Se le podrá parecer a veces, pero no lo es.

Efectivamente, están cambiando algunos paradigmas de este oficio. En primer lugar, ya no se trata de lo que uno vea, sino de lo que le dicen que hay que ver, esa es una gran cuestión. Pero otra, también relevante, es que hay que contarlo, sí, pero ya no a los lectores. Ahora hay que contárselo a Google. Si al demiurgo de la Red le gusta, lo pondrá arriba de la lista -después de lo pagado, claro- y entonces la gente lo verá, pinchará, y en un cierto porcentaje, lo leerá. Aunque a lo mejor luego no le guste. La prioridad del periodista ya no es informar, formar y entretener. Es conseguir muchos impactos, que las barras de las estadísticas repunten, y que el informe que cada mes presente el ingeniero de analíticas de turno, justifique la relevancia sus artículos, y por consiguiente su trabajo y su puesto.

Antes los periodistas, y principalmente los cronistas y los de opinión, eran reconocibles por su estilo. Ahora eso está dejando de contar. Al contrario, los sesudos del SEO tendrán la osadía de espetarle que escribe mal. Porque no coloca las palabras clave al principio, porque no repite las etiquetas hasta la saciedad, porque no pone las negritas que hay que poner, ni incluye los debidos enlaces ni inserta vídeos… Antes, un artículo tenía que ser preciso y riguroso, claro, pero además debía enganchar, invitar al lector, generarle una sensación al leerlo, dejarle un poso intelectual al terminarlo. Ahora, nada de eso cuenta: el contenido -que es así como se ha pasado a denominar- tiene que ser viral. Y si no, no sirve para nada.

Ahora es más importante manejar los términos más buscados que encontrar la palabra exacta y precisa para definir o calificar un hecho. Prima seducir a los motores de búsqueda antes que a los lectores. Publicarlo a la hora conveniente para que alcance más notoriedad, vestirlo bien para que, publicado en las redes sociales, obtenga suficientes “likes” o “Rt”, aunque sean de alias sin identificar que ni se han leído el artículo en cuestión. Que quien entre y se pare en la página, se sienta tentado a pinchar en los enlaces, y así visitar más estancias y secciones de la web, que pase un buen rato en ella y así saldrá reflejado en el crucial informe. Dijéramos que ya no son columnas o tribunas, sino lineales de un supermercado virtual. Y que ya no son audiencias y públicos, sino gráficos de barras que se afanan por aparentar bien lustrosos.

Lo peor es que las empresas periodísticas se lo han creído, y los directores de los medios escritos aplican con disciplina los nuevos designios -y si no lo hacen, dejan de ser directores. En los inicios de Internet, los editores más pudientes se dotaron de una redacción digital, paralela a la que hacía el periódico impreso, y los contenidos para Internet se adaptaban al nuevo medio -aun así, por entonces no había tanto fanatismo con el tráfico y el posicionamiento como hay ahora. Cuando vieron que las cuentas no salían, hubieron de unificar redacciones. Así, muchos de los textos que hoy se imprimen son prácticamente los mismos que antes se han subido a la Red. Y se redacta primordialmente para ser digitalmente correcto. Se escribe por y para el algoritmo.

Claro que sería insensato negar los nuevos tiempos y las oportunidades que brinda la tecnología. Uno que, por ejemplo, tenga un blog, no va renunciar a las posibilidades de difusión que le brinda Internet, y puede adoptar sus prácticas para aumentarla. Un medio online puede utilizar los recursos a su alcance para conseguir más difusión que le procure más ingresos por publicidad, que al final de eso se trata. Muy bien, pero el problema es olvidarse -y se olvidan- de que lo primero, lo esencial de cualquier contenido es la calidad. Si un producto informativo no es bueno, el hecho de que lo vea -que no es lo mismo que leerlo- mucha gente es un éxito a corto plazo. Podrá presumir de una acertada estrategia digital, pero no de hacer buen periodismo.

Dicho esto, el mercado de los medios de comunicación ya no parece demandar periodistas, propiamente dichos. Miren muchos de los anuncios que se ven por ahí. Reclaman más bien profesionales que escriban dignamente pero, sobre todo, dominen las técnicas del marketing digital. Que sepan “vender” sus artículos -perdón, sus “contenidos”- y darles la forma adecuada para que Google los acepte, los trate bien y les confiera visibilidad. Cabría entonces llamarles “guguelistas” -dícese, especialistas en la redacción y aderezo de textos para tener éxito en el famoso y decisivo buscador.

Mientras tanto, el lector que compra el periódico seguirá buscando la página en la que firma su columnista favorito. Pero cada vez le encontrará menos. En su lugar, irán apareciendo diligentes ingenieros de párrafos técnicamente bien construidos, pero sin alma ni gracia. Eso sí, en la pantalla del ordenador o del móvil saldrán bien bonitos, coloridos y llenos de elementos vivos, aunque seguirán teniendo la misma poca sustancia. Y cuando salga a la Red a buscar buenos artículos sobre un tema concreto, mejor que tenga paciencia y tiempo para dedicarle. Porque le tocará rondar páginas y páginas…

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