Quien desespera y odia…

Nos preguntamos por qué y de dónde nos viene todo esto. Y tendemos a mirar muy lejos, a buscar explicaciones complejas. Que evidentemente también las puede haber. Pero no sería un mal ejercicio mirar también más cerca, incluso al lado. Por ejemplo, este artículo (El Mundo, 22 mayo), que recoge diversos estudios e indicadores recientes, podría ofrecernos pistas para comprender mejor algunas cosas. En España, con relación a 2008 -año de inicio oficial de la crisis-, hay más ricos, más pobres y tres millones de personas que han salido de la clase media, esa que los expertos en economía coinciden en que son la base del progreso y la prosperidad de las sociedades.

No es una situación que se dé sólo en este país. Aunque puede que aquí más acentuadamente, el cambio de mapa sociológico se ha producido en todas las sociedades occidentales. La tormenta de la crisis y el polvo de muchas de las decisiones que se tomaron para combatirla, han dejado estos lodos. Y la pirámide de nuestro ecosistema de libre mercado se ha desmoronado. En cualquier país de esta Europa, hoy hay más gente pobre que no lo era, en riesgo de exclusión que no lo estaba, desesperada que antes tenía al menos algún motivo de esperanza.

Propongo este símil, tan simple: pongamos que antes teníamos una tarta, digamos que razonablemente suculenta y hermosa, y el reparto de las raciones estaba más o menos organizado: unos tenían garantizada una ración grande, muchos sabían que contaban con una ración mediana, y para los restantes quedaba una ración pequeña. De pronto, resulta que falta la mitad de la tarta. Parecería lógico que tocara compartir pérdidas, y que cada uno viera menguada, proporcionalmente, su parte. Pero no fue así: los de las raciones grandes se aseguraron de que no les iban a restar ni una miga de su generosa porción; y a todos los demás les tocaba conformarse con lo que quedaba, con una ración mínima, con las migajas o directamente quedarse sin plato; las raciones medianas habían desaparecido. La cuestión se torna más dramática si se sospecha -o más bien se sabe con certeza- que habían sido los de las porciones grandes los que con nocturnidad se habían afanado la mitad de la tarta que de repente había desparecido. Y se agrava la cosa si tenemos en cuenta que, para ellos, ese dulce y esponjoso manjar era sólo la merienda; para los demás, era toda su comida.

Esta es, a grandes y metafóricos rasgos, la situación se ha generado. ¿Cómo no va haber gente desesperada? ¿Y no es cierto que la desesperación, en algunos casos, quizás pocos, pero suficientemente significativos, puede derivar en frustración, en resentimiento, y la espiral desembocar en odio? Y aunque no lo compartamos, lo condenemos con todas nuestras fuerzas y pensemos que eso no puede, no debería y no va a suceder nunca, ¿no puede pasar a veces, y de hecho pasa, que alguien que desespera y odia, puede decidir agarrarse a lo que sea?

Ese “lo que sea” puede, en efecto, tener un origen lejano, en mentes muy beligerantes o mentalidades muy antagónicas. Pero no estaría de más mirar también aquí cerca. Por si acaso tenemos las bombas de relojería bien dispuestas, o sin un pedazo de tarta que llevarse, no les queda más que el cuchillo.

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