El tan manido término “noticias falsas” es erróneo, porque es imposible. Noticia es un hecho que ocurre, desconocido hasta entonces, más o menos relevante, más o menos cercano y universal, y en función de todo ello será más importante o tendrá más difusión. Pero sucede, y por lo tanto no puede ser falso. A esos fenómenos escabrosos de los que tanto hablamos hoy, llamémoslos infundios, bulos o simplemente engaños.
Otro error es pensar que esas “noticias falsas” (es la última vez que las voy a llamar así) son un producto de estos revueltos tiempos. Y para nada. La mentira debe ser -carezco de datos científicos para asegurarlo- tan antigua como la verdad y como la propia humanidad. Pero el hecho de difundir una falsedad con el fin de engañar, de generar un determinado estado de opinión o de desencadenar ciertas acciones o acontecimientos, bien pudo ser inventado cuando alguien descubrió el poder de la comunicación.
Pensamos, claro, en Goebbels, el más famoso y afinado estratega de la manipulación. Pero antes que él, recordemos a el editor Hearst -el de Ciudadano Kane-, cuando le dijo a su dibujante enviado a Cuba que le mandara las escenas y él ya pondría la guerra, y así fue. ¿Y no dijo Maquiavelo “nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser ganado por la mentira”? ¿No se alimentaron los rumores ligados a las conspiraciones en tiempos de los césares, y de dónde mismamente nos viene la palabra infundio? No nos engañemos, la desinformación existe prácticamente desde el día siguiente a aquel en el que se inventara la información.
Lo que diferencia estos tiempos de otros es, por un lado, la capacidad de propagación, tanto de las verdades como de las falacias y las necedades y, por ende, de las mentiras dirigidas. Y, por otro lado, mucho más decisiva, las posibilidades que cada vez más gente tiene de emitir y difundir. Vayamos por partes.
No pensemos que, porque ahora los medios sean más diversos, ricos y potentes, antes, y en todas las épocas, no ha existido la capacidad de difundir y hacerlo masivamente. Más tarde o más temprano, se sabían las cosas. Y si se pretendía extender tal creencia o animadversión hacia alguien o hacia algo, se conseguía. Díganselo a las religiones, y más concretamente a los que se erigen en encarnadores de éstas, que han ejercido y ejercen la maestría en esta praxis. Ahora, ciertamente, todo es más instantáneo. Las cartas tardaban semanas o meses en llegar a un bonito edificio ubicado en el corazón de las ciudades -ahora esos edificios se han reconvertido en centros comerciales, ayuntamientos…-, y ahora un email cruza el mundo en segundos y se deposita en la pantalla del destinatario. Filípides corrió 42 kilómetros para dar una gran noticia, y hoy podemos asistir a las guerras en tiempo real sentados en el sofá. Pero no significa que los métodos antiguos fueran necesariamente menos efectivos. Las noticias terminaban por llegar, y las mentiras por calar. ¿Qué gobierno, grupo político, colectivo de cualquier índole, de cualquier país y de cualquier siglo, no ha propagado mentiras organizadas, a través de sus voceros y pregoneros, de sus gacetillas oficiales, mediante mensajes radiados o televisados, en papel y online? Se tiende a asociar el fenómeno actual a los llamados populismos. ¿Y qué partido o movimiento no es o ha sido populista alguna vez?
Lo que sí es determinantemente diferencial en nuestros días es el acceso de las personas a los canales que permiten emitir mensajes, y no solo recibirlos. Siempre a lo largo de los tiempos, fuera cual fuera la tecnología y las industrias disponibles, hubo unos pocos emisores y una comunidad o masa de receptores. Y ahora cualquiera puede ser un emisor. Eso no debería ser malo, sino por definición extraordinario. Nunca ha sido potencialmente más democrática la información. Que cada uno pueda ser su medio de comunicación y expresarse como quiera y según piense, es un verdadero lujo que deberíamos apreciar. El problema viene en discernir el grano de la paja, la calidad de la basura, lo riguroso de lo infame. Decía Umberto Eco que “el drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portavoz de la verdad”. Pero si en los pueblos hemos sido capaces de identificar a los tontos y no hacerles caso, ¿por qué no vamos a ser capaces de desenmascararles en la red? Otra cosa es que interese, según quién, que su voz suene más alto y claro que la de otros. Cuantos más adeptos consiga una sandez, más fácil será desarticular la inteligencia, manipular la sociedad y dirigirla hacia unos objetivos concretos. Y volviendo a Maquiavelo, “el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”. En su época y en la nuestra.
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