Pocos artículos he leído últimamente que digan tantas verdades, y tan bien explicadas, como este (Ciencia en el tiempo de la posverdad) publicado en El Mundo el pasado viernes, y que firma Javier García Martínez, catedrático de Química Inorgánica en la Universidad de Alicante. Lo que recomiendo es leerlo entero, pero aquí dejo sólo algunas de las píldoras más certeras, cuidado, no las únicas:
- Lo que ahora damos en llamar posverdad “es una mentira que ansiamos creer porque confirma nuestro punto de vista”. En realidad, ha existido siempre, y ahí están las leyendas y los mitos nacionales o colectivos que se han creado a lo largo de la historia, fundados en falsedades, exageraciones o deformaciones. El problema que ahora, con las redes sociales, son más fáciles de fabricar, de difundir y de consumir. Son “mentiras hechas a nuestra medida”.
- “El acceso a la información no ha supuesto más conocimiento, sino mayor facilidad para confirmar nuestras opiniones”. Pero no por culpa de la tecnología, que en realidad permite que “por primera vez en la historia, cualquier persona pueda aprender sobre lo que quiera”. Lo que pasa es que tienen más éxito los contenidos falsos o tendenciosos. Es decir, que “hoy nuestra educación depende fundamentalmente de nuestra voluntad de aprender”. Y si no la tenemos -o nos la inculcan-, así nos va.
- “La sociedad actual no está dispuesta a pagar por la información de calidad”, de manera que el éxito de los medios de comunicación viene determinado más por el ruido que hace que por la calidad de sus contenidos.
Concluye el autor que, en la era de la opinión, es decir, en la que todo el mundo opina de todo, negar hechos que son científicos, que están contrastados a partir de evidencias, no es una opinión, sino “una estupidez que nos pone en peligro a todos”.
A partir de ahí, algunas reflexiones añadidas que se podrían plantear: una es que, a más de uno que lea el artículo, le podrá parecer que los hechos que se citan como ejemplo nos quedan muy lejos, que no nos tocan. La ignorante creencia de que el hombre convivió con los dinosaurios, las falacias sobre las emisiones de CO2 o sobre las vacunas que están proclamando los nuevos gobernantes estadounidenses… pueden parecer casos estrambóticos y en cierto modo hasta exóticos. Incluso considerarán exagerado, o poco matizado, el dato de que el 25% de los españoles piensen que el Sol gira alrededor de la Tierra. Pues no se vayan a creer…
No nos engañemos, no hay que irse a la América muy interior o a la España más profunda para adentrarse en el reino de la ignorancia. El predominio de la estupidez, de la falacia y de la mentira intencionada sobre la verdadero, lo razonado y lo debidamente contrastado, está muy presente e instaurado en nuestra vida cotidiana, en cada esquina, en el bar de al lado y en los medios de información que consumimos. Y desde hace ya bastante tiempo en nuestra moderna y grandilocuente “Sociedad de la Información”. Sí, desde mucho antes de que usáramos Twitter. No es la tecnología la perversa, somos las personas.
Otra reflexión sería de dónde nos viene la corriente. Muchos de los que vemos denunciar airadamente la proliferación de posverdades, mentiras sistemáticamente repetidas y demás manipulaciones intencionadas de la realidad, son precisamente los que más las practican y fomentan. Es como si tuviéramos diferentes bandos que pugnan por imponer su verdad prefabricada, y se apresuran a descalificar las del (o los) contrario/s, calificándolas de eso mismo que unos y otros ejercen.
En ese fuego cruzado, hay dos tipos de víctimas colaterales: por un lado, los ciudadanos con criterio, los profesionales de la información rigurosos y, seguramente, los científicos íntegros, entre otros colectivos bien intencionados, que se sienten abrumados, incomprendidos y denostados, porque es a ellos a los que más fácil y falazmente se tacha de energúmenos y deshonestos; y por otro, una masa que podríamos llamar “poscivilizada”, formada o no, que se deja seducir por esas “realidades” bien simplificadas y redondas, más que adherirse, se hace militante de ellas, y no duda en fustigar a todo lo que no piense igual y sin matices. Estos últimos, por supuesto, en ningún momento son conscientes de su condición de víctimas. Pero sin duda lo son también, porque precisamente es a ellos a los que se pretende utilizar como bala de cañón.
Y por último, ¿por qué nos pasa esto, o por qué nos pasa más que nunca? Aquí habría que incidir quizás en algo en lo que a fuerza de repetirnos ya somos pesados, pero no nos importa: los modelos y sistemas educativos actuales -en España, y por lo que se ve en Estados Unidos y en muchos países- no fomentan que las personas desarrollen un sentido crítico desde la niñez. Que aprendan a discernir, a tener criterio y a no acomodarse a lo primero o lo más bonito que les cuenten. Y en consecuencia se comportan luego de mayores, por muchos estudios, carreras universitarias y másteres que ostenten. Sí, en el fondo hay un gran problema de educación en esto. Pero lo más preocupante sería preguntarse por qué. ¿Es que interesa ante todo que seamos estúpidos? Pues lo dejo ahí, y ya me dirán…