Telemadrid es un muerto, y sería dudoso decir que viviente. Si acaso recuperó algo de pulso hace poco menos de un año, cuando Cristina Cifuentes decidió que no podía esperar más, y liquidó a los dos esbirros de informativos que nombrara Esperanza Aguirre a su servicio y disposición, después de más de una década “fabricando” la información que se debía emitir. Por entonces seguía negociándose la nueva ley para la televisión pública madrileña, y como colofón a la misma, la designación del nuevo director general, que se ha consumado ahora.
Se ha conocido precisamente cuando se cumple el cuarto aniversario del ERE que supuso el despido de 861 trabajadores del ente. La historia de Telemadrid, como la de la desaparecida Canal Nou en Valencia, puede contarse como la de una televisión hecha eminentemente por profesionales, a la que en un momento dado se dio entrada y barra libre a un pelotón de políticos y a un regimiento de tertulianos, todos ellos bien alineados y fieles a la causa. Cuando el barco ya no soportaba el peso de todos, se tiró por la borda a los profesionales. Así, se fueron a la calle 861 periodistas, cámaras, técnicos, auxiliares… y los políticos se quedaron ahí, llenando sus despachos y sus nóminas. Los tertulianos fueron saliendo poco a poco, cuando ya no daba para pagarles la gruesa minuta con que les habían traído.
En ese trance, el share de la cadena pasó de rondar el 20% a menos del 5%. Los piadosos telediarios de pega que los hijos le montaban a su madre enferma en Goodbye Lenin eran desternillantes, pero sufrirlos en versión chusca, todos los días en la propia casa de uno, no hacía la menor gracia. Porque además, de piadosos no tenían nada. Luego, el hilo conductor ideológico se extendía a lo largo de toda la programación, como en aquellos gloriosos debates “altos y claros”, que “moderaba” Isabel San Sebastián. O las programaciones y despliegues informativos en Semana Santa, que nos retraían a nuestra más tierna niñez.
La nueva ley, cuya negociación ha llevado año y medio, y que era punto esencial del apoyo de investidura de Ciudadanos al PP, tenía como principal objetivo quitarle a la tele madrileña todo ese lastre político, que le había llevado a arrastrarse en términos de credibilidad y de audiencia. Y del nuevo director general se esperaba que tuviera un perfil gestor, alejado de partidismos, y cuya designación concitara el consenso de todos los grupos políticos de la Asamblea. No ha sido así, ya que Podemos se ha abstenido por considerar que el proceso no ha sido transparente. Lo mismo estimaban los socialistas, pero finalmente han votado a favor. Aunque con alfileres, al final se ha conseguido el apoyo que se requería, y que antes ni se preguntaba.
Telemadrid está muerta porque la mataron. Ahora, a José Pablo López Sánchez le corresponde ejercitar las maniobras no de reflotamiento de la cadena, sino de resucitación. Viniendo de una tele eclesiástica como viene, a lo mejor tiene ciertos dones. Pero no bastará con decirle “levántate y anda”. Sus primeras declaraciones son esperanzadoras y conciliadoras, habla de coser costuras -¿a qué Susana me recuerda a mí eso?-, de motivar a los trabajadores, de dar prioridad a los profesionales y al talento. Otra cosa será la cruda realidad. Por un lado, reequilibrar las cuentas, una televisión pública puede tener pérdidas, pero no ser un pozo sin fondo como lo fue desde 2003. Por otro lado, manejar un Consejo de Administración enquistado, en el que perviven vestigios del anterior régimen. Y, sobre todo, “resucitar” la credibilidad dilapidada durante esos oprobiosos años. Eso tendrá que ser un milagro.