Dijo David Hume que “todo conocimiento deriva, en última instancia, de la experiencia sensible, siendo ésta la única fuente de conocimiento”. Quién le iba a decir que, en la digna ubicación que la han dedicado los edimburgueses, su fuente de conocimiento iba a ser todo lo que le iba a tocar escuchar. Mientras le soban sistemáticamente el portentoso dedo, otra impensada experiencia sensible para su curtido pie, los parroquianos hablan y maquinan. El rumor es para unos el embrión de la noticia, pero para otros es directamente su modo de vida. Vayan camino de tomarse una pinta a la vecina Deacon Brodie’s Tavern, vengan de apañarse seis, alguna habladuría siempre tienen que contar. Así, a duras penas va a conseguir el filósofo mantener la racionalidad que le llevó hasta aquí.
Y eso que la vieja “Embra” se ha despojado por unos días de su usada y densa vestimenta, Haar llaman aquí a la británica sopa de guisantes. La niebla sirve de fondo y primer plano de andanzas y leyendas, travesuras de duendes y grandes emboscadas de los dioses. El vehículo impagable para la propagación de los dimes y diretes, para la deformación de las figuras y los hechos, el escenario para el arte de hacernos creer sin reparos lo irreal. Pero a pesar de la soleada mañana -la tarde no existe en estas fechas por aquí-, el piso permanecerá mojado a perpetuidad. Como si lo regaran desesperadamente, como si escampara una tormenta tras otra. Para recordarle a uno que no está precisamente en tierra conquistada, que nunca se va a ver completamente libre de un resbalón. Cuidado con lo que digas, cuidado con lo que hagas… con lo que pienses. Que todo el mundo comentará…
Vive Hume en High Street, por donde la Royal Mile derrocha todo su esplendor, la cornamusa canta a profusión y se diría que subastan las bufandas de chachemir. Imperial poco antes, al dejar la explanada del castillo, la orgullosa milla real terminará languideciendo en los últimos tramos de Cannongate, por donde ya apenas circularán voluminosos autobuses de dos pisos de turistas bajando a toda velocidad, de los que conviene cuidarse para que no le levanten a uno las pegatinas…o algo peor. Es lo que tiene bajarla, en vez de subirla, pero cada uno puede elegir el sentido. Lo que no tiene escapatoria, una vez se empieza, es la subida por Calton Road, puro rock&roll bordeando un cementerio y cruzando bajo puentes y vías de tren que parece que se vayan a derrumbar encima. El de Waterloo hay que conquistarlo, y ya venciéndolo, se advierte que esta ciudad es enérgica y vital, a pesar de su primera pose señorial. Y además de sol ocasional, tiene luz. La que escruta y minuta el big ben del Hotel Balmoral.
Calton Hill es el mirador de Edimburgo, su postal más comprada, y también su Partenón, su observatorio y su laberinto de pasiones. La vista es amplia y reparadora, pero si se busca algo de emoción, nada como empeñarse por la escalera de caracol de la Torre Nelson, y luego jugar a no despeñarse por el estrecho corredizo circular y la infame barandilla. Unas fotos de compromiso, para qué mirar, y vuelta al pasto, a ser posible por donde hemos venido, y no por el camino más corto. El skyilne más clásico y repetido está aquí, y se puede apreciar igual desde el torreón que desde la pradera. A tiro de cañón, y nunca mejor dicho: el Balmoral, el precursor cohete de Scott y tres imponentes agujas en la solemne lejanía, que desde aquí no se sabe todavía que pertenecen a la misma catedral.
Se dijera ajena a los tótems que la presiden, Princes Street es la arteria que bulle, late, se ajetrea y consume. Se admira por la acera de la derecha y se esquiva por la de la izquierda. Acá, las vistas del imaginario río y al fondo los pardos, sufridos edificios de la imaginaria rivera contraria. Allá, la marea que fluye a lo largo de los escaparates globales, es cuando todas las ciudades del mundo se resumen en la misma. La Calle de los Príncipes es la arteria principal y la que mantiene el pulso, el ruido y la contemporaneidad.
Pero los secretos importantes se barajan en la aledaña Rose Street. Peatonal y ondulada, salpicada de jardineras, la llamada milla ámbar te puede retratar de antemano sin haber empezado a probar gota. Territorio de poetas descastados, románticos empedernidos que ahogan sus estrofas fallidas en encendidas tertulias, sus musas imposibles en tragos cortos pero intensos. A Robert Burns se le vio, y se rumorea que a veces aún se le ve. Los labios siempre medio separados, la mirada despierta, su vida es la inspiración de esta gente, y hasta los niños que ni sabían lo que era Escocia aprendieron una vez las notas de Auld Lang Syne. No hay pub por donde no se le note, y dicen que, aunque la Burns Night es el 25 de enero, en realidad puede celebrarse cualquier noche. ¿Por qué no ésta, aquí en el Dirty Dick’s, y luego bajo una aparición en forma de árbol de Navidad, por la empinada curva de The Mound que sube a la Vieja Ciudad? Aunque es evidente que no se ha seguido el protocolo tradicional. En cualquier caso, miren que no se entere el ínclito Hume. Que le vamos a volver majara al hombre…
Corren rumores por Edimburgo, la guitarra aún tiene acordes que regalar, humo para brindar. Por los viejos tiempos, amigo. Esta historia continuará…