Corren rumores por Edimburgo, cómo no van a correr, si la propia ciudad es cuentista y chismosa. The Auld Reekie -la vieja apestosa- recibe al visitante sin darle claramente pistas de por dónde ha de ir. Debe buscarse el camino y descubrir por sí mismo la cama, la cena y luego los secretos. Engaña el cielo despejado, porque su misma impronta es umbría e impenetrable, de noche desde luego, pero también lo será de día. Las pintas y los amigos hay que ganárselos, luego vendrán las confidencias. En The Blue Blazer se vio a unos cuantos tipos sospechosos, pero no constan poetas calavera por allí, al menos a esas horas.
La historia de Escocia, como todas las historias, no la han escrito los gobiernos, las leyes ni los tratados, sino las personas que intentaron vivir su vida cada día. Eso, más o menos literalmente, lo dijo Walter Scott, y asiente seguro y magnánimo desde su señorial silla, bajo toda la enrevesada arquitectura que le dedicaron. La escribe el mendigo que bajo una manta pasa las largas horas nocturnas de invierno a la puerta de un bar, leyendo paciente un grueso tomo de quién sabe si Adam Smith. La escribe la confortadora mirada que te dice “guárdalo bien, por favor”, mientras te entrega un escueto billete de ida y vuelta. Eso pasaría mucho después y lejos de aquí, pero será historia también.
De noche pareciera una ciudad con río, puentes que lo cruzan y dos riveras que se miran y se diría que se observan. Luego se advertirá que no hay tal, fue un pantano, pero hace tiempo que lo desecaron, ahora jardines y la estación de tren. Pero sigue antojándose una urbe de dos márgenes, dos semblantes y dos vidas, eso no será ninguna tontería aquí. Los viandantes de la Royal Mile, a un lado, y de Princes Street, al otro, pensara uno que nunca vayan a conocerse. Pero se equivoca de cabo a rabo el viajante, porque por aquí hay vías y líneas de conexión inopinadas. Todo al final se cuenta, corren rumores, y la vieja lo sabe todo.
En The Last Drop aprietan lo suyo pero ya no ahorcan, dan cenas y ninguna será la última. Victoria Street es esa curva vistosa, colorista y distraída, no se repara en la pendiente cuando se va a salto de escaparte, lo que fuera un cerdo entero yace despedazado, como a cualquiera pudieran despojarle de sus recuerdos y despachar suculentas raciones de ellos. Sí, por aquí rindieron cuentas muchos a los que les reputó más su segunda vida. Todavía en la primera, las camareras hablan a veces con acento raro y sin embargo familiar, te dejan servido con una gota de oro ahumado que esconde flores, clavo y regaliz. ¿De África? No, de las islas, dicen que es.
Robert Burns posa serio con la boca entreabierta, como dicen qué solía, quién puede imaginarse lo que estará pensando. Lo que tiene entre versos. Edimburgo la han escrito tipos como este, aprovechando al máximo su corto tiempo, dedicándose con esmero y con pasión. Hoy resuenan sus rimas por cada palmo del piso empapado, rezuman canciones y leyendas de abajo a arriba y terminan trepidando en las poderosas torres. Que ahora no se ven, pero se sienten. Que mañana sobrecogerán con su presencia afilada, y dejarán claro y evidente que están al tanto de todo lo que ha pasado, es más, de lo que sucede y sucederá.
Corren rumores y duerme la cornamusa, queda poco con qué brindar. Por los viejos tiempos, amigo. Esta historia continuará…
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