En Hiroshima se detuvo el reloj y en esa hora se quedó para siempre. Desde entonces se han parado muchos, hasta donde ni remotamente los había. De aquel tiempo a esta parte, difícil es encontrar, amigo mío, una efeméride que no coincida con una detonación de alguno de estos artefactos, desde Alaska hasta Turkmenistán, pasando por Argelia o Australia, China o Corea del Norte. Bajo tierra o en la atmósfera, submarinas o estratosféricas, dicen que 2.000 han sido, más que días tiene el año.
Pero ha habido y habrá muchas más. No hay día sin bomba atómica ni vida sin una deflagración. Las enciclopedias y las memorias privilegiadas registran hechos de la historia y de la vida asociados al calendario, y difícil es que cualquier fecha no coincida con una prueba nuclear. En algún recóndito, muchas veces insospechado rincón del mundo. Inhóspito desde luego, antes y sobre todo después del acontecimiento.
Pero a veces no hace falta buscar estos excepcionales eventos en enclaves tan remotos o tan deshabitados. El impacto devastador de una explosión nuclear, y su posterior efecto radiactivo, puede dejar sentirse en el lugar más próximo, en el momento menos pensado, en cualquier vida. Y no se trata de pruebas, sino de ataques en toda regla. Eso sí, no puedes culpar ni declarar ninguna guerra, ni fría ni caliente. De hecho, suele pasar que uno no sabe de dónde ha venido. Sólo se es consciente de la conmoción y de la consecuencia. A veces en el mismo instante, otras al cabo de un tiempo.
Claro, las fechas se quedan grabadas y unidas a las de esas detonaciones oficiales. Pero a diferencia de éstas, las nuestras nunca tendrán carácter público ni las registrarán las enciclopedias digitales ni las páginas de efemérides. Quedan en uno mismo, imborrables, intocables, imbatibles. Permanecerá en la memoria, indeformable, el momento y el minuto exacto de la detonación. Y siempre patente, machacona, la lluvia radiactiva, la certeza de que nada jamás volvió a ser igual, todo más sombrío, más inhóspito, más deshabitado.
Nadie estamos a salvo. Pudieron explotarnos en las manos, al llegar a casa o en el teléfono, hasta las vimos venir y no fuimos capaces de desactivarlas. Todos tenemos nuestras bombas atómicas, y con su recuerdo y sus secuelas vivimos. El reloj se nos paró también, aunque parezca que hemos seguido andando. Pura inercia…