No quedan teatros en la Gran Vía. Ni terrazas desde las que ver pasar los días. No son estos cielos aquellos, tan azules y tan oscuros, que contaban los que los conocieron, los que bajo su tutela vivieron o sobrevivieron. Ni las nubes de estos otoños se fijan ya como aquellas en lo que pasara ahí abajo, a lo mejor porque ahora se creen que ya lo saben todo y no se van a sorprender por nada.
No se estrenan comedias por la calle Alcalá. Ni suenan a zarzuela los pasos ligeros del Madrid sensatamente pudiente. Hace tiempo que no viajan caballeros y doncellas subidos en las plataformas de los tranvías. Ni huelen a humo caliente esas cafeterías populosas en las que la burguesía, real o aparente, quedaba a mirarse y contarse, pero sobre todo a pasar revista a lo cotidiano y a todo lo nuevo que se moviera, conversaciones que hervían más que el chocolate en la taza.
Son otros tiempos y otros escenarios. Ya no cruzan los coches por el Retiro ni se elevan aparatosos camiones por los puentes infames de Atocha. Pero tampoco quedan cafés donde sentarse a pasar una velada de sesión continua. El Gijón no es lo que era, el Comercial cesó una mañana de lunes, y en las nuevas plateas no es que haya mucha escena a la que asistir, todo lo más alguna modesta función que imita irremediablemente a la de ayer, aunque los actores cambien de día en día, de paso al fin y al cabo son.
No se ven puestos de flores por la Glorieta de Quevedo. Ni pastelerías finas torciendo por Magallanes. Los paseos ya no son tan largos ni discurren con la misma intensidad de Callao a la Red de San Luis. Siempre había, en el barrio que fuera, una iglesia que visitar, un santo al que rezarle y pedirle algo o por alguien, a la salida no faltarían unas mesitas bien puestas, un mínimo palco soleado donde tomarse una Fanta y observar.
No quedan teatros en la Gran Vía. Ni terrazas desde las que ver pasar los años.
Ya no avanzan las tardes tan despacio. Ni se esmeran las confidencias en los bancos de los parques. De un cuarto de siglo a esta parte han dejado de verse retratos bien apostados en los salones, también escasean las acuarelas de mares bravíos o de fiestas venecianas. Ni siquiera las vistas desde el Paraninfo se dejan pintar ya, o no hay nadie que se ponga porque ya no quedan abnegados de oficio y vocación, será que hay otras cosas que hacer y de qué vivir.
Hace tiempo que no nieva en Madrid. Ni hay acontecimiento importante del que avisar. Dejó de sonar el teléfono puntualmente todos los días, siempre con algún hecho que relatar o un jaleo que comentar. Las portadas de las revistas no vienen con el brillo de entonces, y como tampoco se instala ya un circo cada semana, queda sentarse y esperar un número nuevo, una atracción distinta, o simplemente que pase algo por los escondites de Chamberí.
Son otras caras, otras pinturas. Ya no es un niño el que iba de la mano, a veces colgado de las dos, que preguntaba y siempre le respondían, a veces como buenamente podían, y él volvía a preguntar. Los diálogos podían ser tan interminables como aquellas colas de Medinaceli, a lo mejor eran igual de surrealistas ambos. Al salir ya era de noche y se quedaba otra vez sin ver la fuente de Neptuno, pero se iba a casa sabiendo algo, un poquito más.
No hay más Quijote que leer. Ni Lope de Vega se representa ya. No se escriben novelas tan sentidas ni se escuchan aquellos fogosos seriales de tardes pegajosas. Si acaso queda el alargado trazo de un verso de amor bien contado y acabado, que ni el peso de los años ni el polvo acumulado han conseguido difuminar. Y que en cualquier momento, en el corazón más insospechado, puede volver a palpitar para recordar que fue escrito y está ahí.
No quedan teatros en la Gran Vía. Ni terrazas desde las que ver pasar el cielo.
Hoy, 11 de septiembre de 2016
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