Se habla ahora, a tenor de datos y estadísticas, del social media fatigue o fatiga digital -que me parece una traducción más apropiada que fatiga social. ¿Y por qué, para quién? Quien no sea community manager, que es una de las formas de esclavitud de nuestro tiempo, no tendría por qué padecerla. Porque para las personas normales, las redes sociales deberían estar a su servicio, no aquellas al servicio de éstas. Ahí está el quid, o uno de ellos. Si te apetece publicar una foto que has tomado, si deseas estar en contacto con alguien, ver lo que hace la gente, indicar libremente lo que te gusta, obviar lo que no te interesa, encontrar a un amigo, seguir a un famoso, compartir lo que te parece interesante. Y ya está, eso es hacer uso de las redes en tu provecho, sea el que sea: entretenimiento, profesional, disfrute, cotilleo… Y no tiene por qué agotar. Si en cambio “tienes que” publicar paisajes tomados durante tus vacaciones, hacer una foto de la paella que te vas a comer, revisar los “likes” de tu última publicación, conseguir a toda costa que retuiteen, frustrarte cuando pasen de ti, estar en tal grupo y tener algo que decir, vivir pendiente de tus puntuaciones en los indicadores sociales… entonces se cumple el famoso dicho: no tienes un producto, el producto eres tú.
Desde el punto de vista de una empresa, lógicamente, es muy distinto. En función de su sector o actividad, de lo que vende o de sus aspiraciones en términos de mara o reputación corporativa, los canales sociales pueden ser fundamentales. En mayor o menor medida, ahí van a estar sus clientes, sus interlocutores, los que van a obtener valor y al mismo tiempo valorarán su comunicación. Entonces sí deben tomárselo muy en serio. Lo que significa dotarse de buenos profesionales -y pagarles bien- que gestionarán su reputación online, diseñarán una estrategia, determinarán dónde hay que estar y cómo, buscarán y comunicarán directamente con sus comunidades digitales… Y desde luego, pasarán muchas horas delante de la pantalla. Además, estarán muy pendientes de los índices de reputación, usarán herramientas de medición, elaborarán informes, se los presentarán a la empresa y, a partir de ellos, se estudiará la línea a seguir o no seguir. Para estos no es cuestión de entusiasmo o fatiga, es su profesión y su negocio, o si se prefiere, parte de ambos.
Pero los ciudadanos que no se juegan su imagen ni su dinero en la red pueden usarla como quieran. Tirarse un día entero conectado a Twitter y luego no entrar en seis días. Tener el Facebook abierto y mirarlo de vez en cuando a ver qué hay. Y si tienen ganas, se sienten motivados o incluso lo sienten necesario, publicar, exponer o explicar lo que crean conveniente. Cuidado, no porque entendamos las redes sociales exclusivamente como plataformas de ocio. Cualquier profesional puede «vivir» en la red como una empresa o bien, a su aire, aprovechar las posibilidades que le brindan. Un periodista o un bloguero pueden difundir sus artículos, un médico compartir su experiencia sobre determinados tratamientos o un analista dejar una presentación de su informe para quien le interese. Como quien quiere anunciar su fiesta o un taller de ropa importada. Por supuesto, los tiempos, la periodicidad o la cadencia de publicaciones se los marca cada uno. Como en Nueva York, que dijera Frank Sinatra, es up to you. Ah, y cada uno tiene la potestad de elegir de quién es amigo, a quién sigue y quién no quiere le que le siga. Sí, es mucho más sencillo de lo que nos creemos.
Pero si vivimos pendientes de estar, de que se nos vea y además salgamos divinamente bien, consultamos diariamente el Klout y daríamos nuestro reino por dos puntos más, entonces sí que estamos enfermizamente al servicio de las redes sociales. Así, no es de extrañar que un día se caiga en la desgana, que cansen y hasta que hastíen. Como muy bien dijo una vez una compañera refiriéndose a Facebook, esto es un patio de vecinos. Cuando quieres te asomas, si te apetece escuchas un rato y si te parece dices algo. Nada más… y nada menos.