Mr Scrooge convocó elecciones el día de Navidad, bien seguro que nadie en el pueblo se acercaría a votar. Los efluvios y las gargantas quemadas de la noche anterior, y luego esas mañanas nevadas e inhóspitas que apenas sin darse cuenta ya eran gélida noche, no invitarían a salir. Se quedarían en casa los escasos cuatro que en otra ocasión sí se hubieran sentido quizás dispuestos, de los alrededor de cincuenta mansos habitantes de aquella recóndita pedanía. Por si acaso, la hoja parroquial habría convenientemente avisado de la presencia de lobos hambrientos en las inmediaciones, recomendando no correr riesgos por esas calles ventosas y desoladas. Se levantaría temprano el candidato, acudiría al colegio, que para eso sólo servía ya, aguardaría paciente el transcurso de la jornada sentado en la mesa electoral que siempre le tocaba presidir, custodiando su preciada urna. A última hora depositaría su voto, recogería todo y se marcharía a casa, tranquilo y satisfecho, con el acta firmada y el legítimo mandato de su pueblo para ejercer el gobierno por cuatro años más.
Era la noche anterior, Nochebuena de reflexión, y el candidato Scrooge lo tomó como un día normal. Las fiestas eran para otros, la suya estaba por llegar. Cenó ligero con la idea de acostarse pronto, mañana era el día. “¿Navidad?, bah…paparruchas”, eso solía él decir cuando las cosas podían ser importantes para los demás pero no tenían la menor significancia para él. Como que el colegio llevara años cerrado y los niños no tuvieran donde estudiar ni posibilidad de hacerlo en otro pueblo, porque tampoco se sufragaba el transporte. Que la mitad de los habitantes no trabajara y la otra mitad lo hiciera para él, porque los pocos negocios que funcionaban en el pueblacho eran suyos, de manera que el que protestara por las condiciones que les imponía, ya sabía cuál sería su futuro. Que hubiera impuestos especiales para el pan, la leche y la carne, y prohibitivos para los libros. Que el médico viniera los lunes de la ciudad más próxima, fuera amigo suyo y obedeciera su decisión de a quién se atendía y si se le cobraba la asistencia o no. Que aunque no hubiera el menor servicio ni gasto social, el municipio debiera cada vez más dinero al banco, del que él era consejero, y como ellos lo debían, los vecinos debían costearlo con su trabajo y su sudor… “Paparruchas. Ahora que se gasten el dinero, el alcohol de garrafa se lo hemos dejado hoy bien barato y no les quedará un céntimo para el resto del año”.
Se acostó en su camastro, hojeó su libro de contabilidad y aguardó a que le entrara el sueño. Eso de que ahora vendrían a aparecérsele unos fantasmas es cosa de cuentos, así que no se vayan a hacer ilusiones. Nada iba a pasar que hiciera cambiar sus intenciones ni trastocara sus bien trazados planes. Nadie en el pueblo se le iba a rebelar, y menos esa noche de celebración, no iban a tener fuerzas ni ánimos. Además, siempre que algún vecino osó cuestionar su hegemonía y su autoridad, ya se encargaron los demás de dejarle en evidencia o de silenciarle. Él era su único y verdadero señor. Se quejaban, puede que a veces tuvieran, pobres, algo de razón. Pero a la hora de la verdad, todos estaban con él. Era una tranquilidad saberlo.
Mientras se le cerraban los ojos, el aclamado líder Scrooge recordaba con placer elecciones pasadas. Las primeras, cuando consiguió que todo el pueblo le votara en masa -9.000 de los 10.000 que entonces habitaban- porque les había prometido trabajo, empleo y prosperidad, además de librarles de todos esos ilusos que les vendían derechos que no eran sino quimeras, sí, paparruchas. Cuando a las siguientes le siguieron votando 5.000 –de los 6.000 que todavía eran- o cuando después de ocho años de buen gobierno, el 90% del electorado le seguía apoyando… quedaban 2.000 habitantes pero la emigración era un fenómeno inevitable y natural. Y pasarían más años, más convocatorias, siempre victorias rotundas e incontestables.
A poco que despertara ya serían elecciones presentes, siempre ilusionantes, aunque es verdad que cada vez ya quedaba menos gente contenta. Pero en fin, normal, porque lo que quedaba en realidad era menos gente. Además, había tomado las medidas y las decisiones correctas para asegurar que su política seria y responsable obtendría la continuidad que el pueblo necesitaba. Ahora sólo quedaba esperar unas horas –este dichoso sueño que no termina de venir, será la excitación-y salir… a votar.
Las elecciones futuras las soñaría al fin el electo Scrooge en un municipio completamente nuevo, radicalmente distinto al que conoció cuando llegó hace cuarenta años. En realidad lo sería: desconocido, insospechado y absolutamente deshabitado. Ni urnas ni censos harían falta ya en aquel lugar que hasta de los mapas habría quedado borrado, acaso el recuerdo o más bien la leyenda de una pequeña ciudad entre valles que en su día fuera próspera y donde gustara vivir. Quedaría en la desolada plaza, medio sepultada por la nieve y para el caminante que por allí pasara, el homenaje por él mismo erigido al edil que tenaz, concienzuda y persistentemente, terminó por convertirla en un pueblo fantasma de autor. En efecto no iban a aparecer, en el único posible en esta historia era él.
En estas amaneció el día Navidad, helado e irremisiblemente gris. Felices elecciones, Míster Scrooge.