En las dunas de Oviedo

Dunas de Oviedo

Por entre las jaimas de la calle Uría circulan bien acomodados beduinos que pasean despreocupados, se paran en los zocos, entran y salen del gran bazar. Hacen una parada en La Paloma a tomarse su té con gachas rebozadas, y comentan. Todavía huele a humo negro de la última antigua casa de madera que ardió. Por lo demás, no es esta ciudad de grandes noticias, dígase de las que trascienden más allá de su cotidianeidad. Que van a abrir una nueva y lujosa sala de ajedrez y damas en el Arenal de América, que aún no saben qué solución urbanística darle a los campamentos de la colina de El Cristo, y en fin, que la zauia de Congresos –todavía conocida como La Centolla- albergará próximamente un congreso sobre la gidra, que es un instrumento musical, no se vayan a pensar.

Poco más llega por allí. De un tiempo a esta parte no la encuentran en los mapas, los trenes pasan de largo y los aviones aterrizan lejos de allí. Atrás quedaron las visitas, ni turistas ni familiares se acercan ya. Hay quien no recuerda porque no quiere recordar. Ciertos cambios de fisonomía en la ciudad la han afectado y alterado algunas que otras costumbres, el té no se escancia, desmembrar un alacrán no es lo mismo que abrir un oricio, además hay que andarse con mucho más cuidado si se trata de buscarle la sustancia. Como un vestigio de no tan lejano pasado se levanta aún majestuosa la catedral, disecada y embardunada de tierra sobre la planicie de gravilla. Mantiene el tipo la cestera pese a los rigores de la aridez, pero nada ya de su antiguo brillo, el hierro quema de sólo mirarlo. Hay quien olvida porque sólo puede olvidar.

Al otro lado, sorteando la duna de la Escandalera, se extiende el Oasis de San Francisco, con sus palmeras datileras, sus líquenes, suculentas y matorrales, quién diría que otrora fueran robles y castaños, donde se levantara la secoya gigante hoy se asienta un poderoso nido de termitas. Aquí acuden a refrescarse dromedarios y cabras, y reconforta sentarse un rato en sus montículos y explanadas de esparto. Pero ojo con las víboras cornudas y los escorpiones amarillos, que también gustan de bajar a menudo a ponerse en remojo, y si tienes mala suerte, seguramente te los encuentres sólo una vez. Obviamente, los peligros de antes eran otros.

Es recomendable aprovechar el descanso, porque si se sube más arriba del oasis ya el paisaje se torna decididamente inhóspito, mares de tierra y valles de roca esculpidos por vientos insolentes y tormentas de arena, con el volcán del Naranco presidiendo todas las abrasantes escenas. Si se quiere llegar hasta la Mezquita de La Gruta hay que ir bien preparado y en camello, a cubierto del sol implacable y pertrechado por si los zorros y los licaones. Pero una vez allí te cuidan bien, te desean la paz y te sirven un tallín de cordero y buen cuscús, por supuesto con un té espumoso y bien caliente. La burguesía bereber se sabe bien los sitios y los secretos, en eso no han cambiado tanto los habitantes de aquí. No como los ahl al-sahel (gentes de la costa), que recuerdan, sí, a los antiguos proletarios vecinos del culo moyao.

Pero no se puede negar que todo esto es muy extraño. Los expertos en cambio climático aseguran que un día reverdecerá, pero desde luego estas extensiones de dunas y el siroco poco tienen que ver con el airín frecso y aquellos praus de antaño, que hasta el carácter le cambian a uno. En la plaza de la cabila –antes del Carbayón– sobreviven los paisanos de la Concordia, lo que nadie se explica es por qué todas las mañanas amanece bien una bien uno con las vergüenzas al aire, que por aquí no es plan, mira que a la escultura de Botero la han vestido con una melfa. Menos aún por qué a veces, en lugar del Desierto Tierra Querida, desde el minarete de Ait Arbain -antigua Caja de Ahorros- resuena el himno de la legión en badawi. Eso sí, la gran pregunta es: ¿pero quién c… tuvo la idea de llevarse Oviedo al Sahara Occidental? Yo no sé porque hace tres años que no piso por allí. Pero ay estos padrinos cachondos…

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