La dama embestida

La Dama Desnuda, obra de Anabel Aspesi

La dama esperaba desnuda, deseando que la vistieran. Aguardaba entre bastidores mientras en el gran Salón de Telas los sastres de la corte dilucidaban sobre el vestido que mejor le iría. Ella anhelaba que el debate no durara demasiado y cuanto antes se pusieran todos de acuerdo. Porque tenía frío, porque se sentía desvalida. Necesitaba abrigo pero también un color y unas hechuras que le dieran lustre renovado, que la mostraran más digna y feliz de verse y ser vista. También ahí fuera la gente esperaba, deseando ver al fin a su querida dama recién ataviada y radiante.

La sesión para vestirla había comenzado un martes por la tarde, y a miércoles por la mañana seguían enfangados en la discusión. Las posturas ya se sabían distantes, pero según exponían sus propuestas, en vez de acercarse se hacían más irreconciliables. Seguía en sus trece el viejo modista de oficio en encargarse él de la dama e imponerle sus formas austeras; perseveraba el ecléctico diseñador en sugerir retales de aquí y retazos de allá; negaba con vehemencia el disruptivo creador, que pretendía romper por todas con su imagen recatada; se afanaba el minimalista en darle un giro, algo de vuelo, pero sin estridencias.

Ahí seguían postrados en el vestidor los tiros largos y las túnicas, los trajes de hombreras y los corsés. La noche había sido larga y el día se iba a hacer interminable. En un momento dado los sastres habían abandonado sus propuestas de paños, tonos y talles, y se habían dedicado a despotricarse en todas las direcciones. Carca el uno o remendón el otro, desvergonzado el tercero o ramplón el cuarto. Sus respectivos costureros y alfayates dieron en voceros y jaleaban las diatribas de los suyos o se enervaban con las mordacidades de sus contrarios. Todos tenían su discurso bien aprendido de memoria, y salían de la sala a recitarlo de carrerilla como un padrenuestro, daba igual lo que hubieran escuchado.

No podían vestirla sino era entre los cuatro, o si acaso tres que lograran llegar a un entente. Pero no había manera, lo que se intuían matices de estilo se volvieron muros infranqueables, las teorías inquebrantables mandaron sobre la práctica. Se trataba de invertir el tiempo en investir una idea aunque fuera de mínimos, pero habían preferido revertir sus esfuerzos en devastar al adversario y de paso divertir a sus seguidores. No era sino la cruda realidad avisada, ¿quién había soñado con invertirla o acaso travestirla?

Y la pobre dama se iba a quedar por más tiempo así, desnuda y dejada a su suerte. Ansiaba verse vestida entre todos, y por unos o por otros, sin embargo, terminó por sentirse embestida.

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