Venecia sin máscaras

Venecia sin máscaras

Se informa de que este año los participantes en el Carnaval de Venecia deben descubrir sus caras cuando se lo pida la autoridad. Y todos, antes de acceder a la Plaza de San Marcos, han de ser sometidos a exhaustivos controles que, entre otras obligaciones, incluyen la de quitarse la máscara. Imponderables de la seguridad, que en estos tiempos gana terreno inexorablemente a la libertad. Ni el carnaval escapa a la perversa tendencia, y aunque a pesar de ciertos clamores cavernarios todavía le permitan existir, se le insta a prescindir de uno de sus alicientes más apreciados: el efímero anonimato.

Malos tiempos para la frivolidad bien entendida. El carnaval no es en sí una simple fiesta de disfraces. Esas se pueden celebrar en cualquier fecha del año. Y aunque que en algunas culturas se ha quedado meramente en eso, en muchas sigue manteniendo su esencia. Durante esos días, amparados en la licencia pagana –que liberaba de la rígida norma cristiana imperante el resto del año-, los habitantes de su pueblo o su ciudad daban rienda suelta a sus comportamientos más instintivos, y la máscara o el disfraz simplemente les permitían actuar más desinhibidos y sobre no temer vergüenzas o represalias posteriores, cuando volviera la amarga y rancia Doña Cuaresma, que dijera aquel.

Trasladado a épocas más laicas o menos condicionadas por la religión, el carnaval en muchas culturas significa un escape de las convenciones, las estructuras y los vínculos normalmente aceptados que determinan la vida diaria. Ni familia ni empresa ni jerarquías ni compromisos, nadie se conoce y nadie reconoce nada ni a nadie. Cubriendo sus rostros les resulta más fácil ejercer esa liberación de mente, cuerpo y espíritu, a la que a cara descubierta seguramente no se atreverían. Una vez terminada la fiesta, todos retornan sin problemas a su vida cotidiana normal, sin ningún reproche ni resquemor. Como si nada hubiera pasado, porque a todos los efectos no ha pasado nada… hasta que el año que viene vuelva a pasar.

Pero si ya de entrada tienes que descubrirte y dar cuenta de quién eres, el asunto pierde mucho de su gracia. De acuerdo que, según lo establecido en Venecia, es sólo un momento y se supone que sólo tendrán que dejarse ver delante de unos policías y de la gente que toque alrededor. Pero ya no será lo mismo. El disfraz de carnaval es distinto de cualquier otro porque, en el fondo, lo que confiere es una identidad insospechada que en el fondo alberga una secreta intimidad. Pasajera, prestada, como un juego, pero intimidad al fin y al cabo. Y el trámite ya habrá supuesto, un poco o un mucho, violarla.

Luego, y no pensemos mal, a saber si ciertos policías no harán uso y abuso de toda esa información que tendrán la oportunidad de descodificar, más allá de la estrictamente necesaria para la misión que se les encomienda. Si les da por contar cositas cual confesores impúdicos, o incluso ir al alcalde, que por lo que parece el actual de la ciudad de los canales está muy por la labor de desfacer entuertos y condenar a herejes, a individuos que leen libros “raros” y a artistas o anónimos que no son de la condición que según él habrían de ser.

Elucubraciones y surrealismos aparte, las medidas impuestas este año en el más glamuroso de los carnavales dejan otro mensaje desalentador. En aras de la supuesta seguridad o del pretendido control, las cabezas pensantes se inclinan por desnaturalizar la vida en sus manifestaciones más espontáneas. Por dejarse aconsejar, por no pillarse los dedos o, quién sabe, siguiendo un protocolo minuciosamente planificado. No sabemos, pero como esto no va a menos sino a más, no nos extrañe que en breve, en unos años, nos deparen un carnaval sin disfraces, un baile sin misterio y una Venecia sin máscaras. Que será peor aún que una “Venecia sin ti”.

Y como la vieja canción, quedarán como un vestigio más de aquella época de esplendor. Se lo contarán a los turistas…

Venecia sin máscaras II

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