Cuando se convoca una rueda de prensa es porque se tiene algo que comunicar. Si los periodistas acuden a la convocatoria, es porque saben o prevén que el anuncio tendrá interés informativo. Máxime si se trata de una cuestión de alta trascendencia para el país. Y no digamos si se convoca con apenas una hora de antelación.
Lo normal es que la rueda de prensa comience con una breve –a veces menos breve- exposición de lo que se quiere anunciar. Que en las primeras líneas del discurso todo el mundo –los periodistas y los ciudadanos que asisten a la retransmisión en directo- sepan lo que se les está contando. La noticia se sirve de entrada, y lo que le sucede es la explicación: la del propio convocante y la que se derive luego de las respuestas a las preguntas que luego se le planteen.
Pero si sucede que el portavoz lleva diez minutos hablando y los que escuchan aún no saben exactamente qué es lo que se les pretende contar, algo empieza a ir mal. Si detectan que el discurso que se les está ofreciendo no tiene nada que ver con un hecho concreto, comienza el murmullo. En la sala de prensa, en los estudios de las emisoras y en los hogares. A un mensaje poco claro le siguen siempre las especulaciones. Termina la alocución y nadie sabe realmente para qué se ha convocado esa rueda de prensa.
Comienza entonces el turno de preguntas. Y a la primera, certeramente formulada, salta la liebre. El portavoz se ve obligado a responder lo que realmente ha sucedido. Ya tenemos la noticia, solo que no que el protagonista no ha querido comunicárnosla de entrada, y ha habido que escarbar –no mucho, la verdad- para saber. A lo mejor esperaba que no se lo preguntaran. Pero ya está en todos los titulares.
Consideraciones de otra índole aparte, esto es, amigos míos, un buen ejemplo de una mala rueda de prensa. A la que hemos asistido hace unos pocos minutos.