Hay personas a las que no les gusta la Navidad, y tienen sus razonables motivos. Luego existen tipos huraños a los que dejaron de gustarles, por muy diversos derivos de su vida, y en su mezquino egoísmo se dedicaron a intentar amargársela a los demás. Unos procuran llevarlo con resignación y al menos poner su mejor cara. Otros han optado por fabricar cuentos muy distintos de los que en su día a ellos también les gustó leer y escuchar; historias que no pretenden más que confundirnos, atemorizarnos y desconfiar. Ya no es Papa Noel el que viene sino el Hombre del Saco, no son magos sino hechiceros perversos, no vuelve a casa nuestro querido tío sino ese cuñado impresentable… O vaya, elija cada unos sus seres y personajes menos afectos.
Y a los demás nos dicen que contamos tontos cuentos de Navidad. El de la vieja que convertía la leña en caramelos, el del usurero que se volvió el más generoso del mundo después de una Nochebuena digamos agitada, el del niño pobre que estiró su hogaza de pan para compartirla con amigos y aún le quedó para llevar unas migas más a casa. Patrañas –dicen- que nos inventamos para negar la objetiva e implacable realidad. En el fondo no consienten que nos sentemos a gusto cenar con los nuestros. Lo debidamente presentable es que nos miremos de reojo en lugar de abrazarnos. Que seamos austeros y no derrochemos lo que buenamente tenemos si nos lo hemos ganado. Que en vez de niños, nos comportemos como viejos resabiados.
Han conseguido que se lleven las historias truculentas, los dramas sombríos y las epopeyas de ilustres ególatras. Pretenden quitarnos la magia, simplemente porque a ellos un día se les perdió, o se les cayó por una rendija. Y como deciden, decidieron que lo que no valía para ellos no podría valer para lo demás. Así nos amenazan con proyectos oscuros, futuros siniestros y el abismo si no aceptamos que no hay más pensamiento ni creatividad que la que ellos imponen. Que dejemos de contar lo de la mujer solitaria que recogía el arroz de las bodas, el gaitero numerario que enamoró a la princesa del reino o el gato callejero que sinceramente se sorprendió de que ni los perros le siguieran ni los vecinos le cerraran las ventanas para que no se colara en su casa.
No se lleva, es un error y una costumbre desfasada. Que sigamos a vueltas con lo de la castañera que vendía el cucurucho a cinco euros y en uno había escondido un diamante, lo que decían del carbonero que se casó en traje de faena porque su amada le quería así, o el inconsciente caballero que cuidaba de su hermana desvalida y resultó ser la mujer de su vida. Qué me dicen de la oficial del ejército que se creyó perseguida después de tomarse un traicionero bollito en una tienda típica de a saber qué país. Historias que nos inventamos o a veces no, pero que no llevan a ninguna parte, no son prácticas y no contribuyen a la productividad ni a los cánones de la civilización como nos dicen que debe ser. ¿Y saben ellos de civilización? Como el churrero que un día encendió la máquina y le salían de oro, pues así los vendió esa mañana… Y no pararemos de imaginar despropósitos.
Sí, qué idiotas pero qué felices somos y seremos contando tontos cuentos de Navidad.