El ladrón de cartas

Ladrón de cartas

El ladrón de cartas no reparaba en el daño ni era consciente de su delito. Cada día sacaba dos o tres de la saca, las que más le sugerían por su letra o por su supuesta discreción, y se las llevaba a casa. De noche después del trabajo, las abría, las leía con avidez y las guardaba en un cajón. Hoy tampoco había encontrado lo que buscaba.

Se atrevió por primera vez un día que ni siquiera recuerda, y ya no pudo evitarlo durante años. Podía haberlas reintegrado al reparto una vez leídas, pero prefería dejar la sensación de pérdida que la de correspondencia usurpada. No podría explicar qué le llamó tan irresistiblemente la atención de la primera que se guardó, pero aquello ya se convirtió en la ilusión que le permitía soportar la monotonía diaria.

Empezó por las que iban escritas a mano, algo que viera especial en el nombre del remitente o la dirección en cuestión. Luego casi nunca, por no decir nunca, el contenido cumplía sus expectativas. Aprendió bastante de cumplidos profesionales, de pleitos familiares, de vacaciones aburridas. Era capaz de recordar los nombres de todas sus hurtadas víctimas, de manera que nunca repitió con ninguna. En el fondo, una vez no le interesaba el asunto, le daba profunda vergüenza reconocerse husmeando en las vidas de los demás.

Con el tiempo se fueron acumulando y del cajón pasaron a un trastero. En su afán de búsqueda de una historia que le llenase, dejó de apropiarse cartas convencionales y probó a buscar un mensaje furtivo en un recibo de la luz, un corazón pintado en talonario de recetas, una cita subliminal en una comunicación del Ayuntamiento.

Su imaginación volaba más allá de las posibilidades reales de aquellas poblaciones, qué tendría aquella agente que decirse por un medio además tan antiguo. Y sin embargo le embargaba la emoción cuando en casa, a escondidas de todos, rasgaba los sobres y desdoblaba las cuartillas. Nunca dejó de esperar un mensaje que le conmoviera o simplemente le excitara esa noche, a saber si un día encontraría hojas perfumadas o una nota firmada con sangre. Una vez frustrado, se juraba que era la última vez, que eso no podía ser. Pero a la mañana siguiente volvía a hurgar en la saca.

Las que iban escritas con mano aparentemente temblorosa eran sin duda las que más le privaban. Las que debían encerrar algún deseo oculto, algún relato inconfesable. Pero su irrefrenable curiosidad no le reportó ninguna satisfacción, al contrario, empezó a sentir que no podía mirar a los ojos a sus vecinos, y eso que, en un cierto reflejo de honestidad, jamás abrió ninguna de un conocido. Pero quién sabe qué pequeño negocio frustró, qué fugaz ilusión quebró, que incipiente relación enturbió o directamente cortó de raíz.

El ladrón de cartas buscaba argumentos para un guión o una novela, y al final él mismo terminó siendo su historia. O tal vez esperaba una que simplemente le dijera que le querían. Y siendo cartero, al pobre no se le ocurrió siquiera repartir otra diciendo que él te quería.

P.D. Según las crónicas, la historia fue de otra manera, desde luego menos literaria. La Sexta, detienen a un antiguo trabajador de correos…

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