¿Y mañana dónde, qué colores…?

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Desde el fatídico viernes por la noche, y durante todo el fin de semana, toda Europa y el mundo occidental vivieron en estado de shock. A partir del lunes, los dirigentes europeos –eminentemente funcionarios- se pusieron a pensar. Comenzaron así los sentidos y emotivos homenajes oficiales. Los colores de la bandera francesa iluminaron edificios emblemáticos como el Ayuntamiento de Madrid o el Palacio Real de Amsterdam –en la foto. En el estadio londinense de Wembley, 90.000 aficionados ingleses cantaron a pulmón La Marsellesa en apoyo a la selección de fútbol y, por extensión, a todo el pueblo francés sacudido por la salvajada.

También el lunes, las cabezas pensantes que entraron en funcionamiento empezaron otra vez a hacernos la vida un poco peor. A darle más la razón a los que pretenden atentar contra nuestra normalidad. A extremar más si cabe las medidas de seguridad, a incomodar nuestra convivencia, a suspender eventos y actos públicos ante la menor duda o sospecha. No quieren pillarse los dedos y, a falta de soluciones más concretas o más efectivas, optan por cogérsela con papel de fumar. Si caen tiestos y no ven la manera de evitarlo, procuran que no pillen a nadie debajo, esto es, que no salga la gente a la calle. Raro que no hayan empezado las cancelaciones de vuelos. Pero si siguen pensando, pronto se anunciarán.

Después de los atentados del 11-S, nos dijeron que empezaba un mundo nuevo. No era el primer ataque yihadista de esta índole que vivía el mundo, pero sí obviamente el que causó un impacto inusitado, nos dio a todos en lo más sensible y marcó un antes y un después. Ya nos podíamos imaginar, aunque no nos lo decían explícitamente, que ese anunciado mundo nuevo no iba a ser precisamente mejor. Lo que agravó aún más las cosas es que los gobernantes que entonces lideraban la reacción y la estrategia de Occidente frente a aquel nuevo terrorismo captaron muy mal el mensaje, por no decir que lo interpretaron e hicieron interpretarlo a su ruin interés. Sea como fuere, el caso es que todo, en efecto, ha sido mucho más complicado desde entonces. Y lo peor es que, a estas alturas, no hemos avanzado nada.

Aunque nos parezca mentira, han transcurrido ya 14 años desde aquella dramática fecha que inauguró los acrónimos funestos. Después de aquel hemos tenido 11-M, 7-J, ahora 13-N… El horror ha visitado también Bali, Ankara, Bombay, por no hablar de las masacres casi diarias en Afganistán, Irak o Nigeria, que ni siquiera ocupan las portadas. Como la noticia, además del impacto y la imagen, se alimenta de la cercanía, Francia nos ha traído de nuevo el horror a la mente y al corazón, como en su día Nueva York, Madrid o Londres, y nos han puesto de actualidad aquella sensación. Son de los nuestros y así los sentimos. Procedemos entonces a los homenajes, a pintarnos los colores de las banderas, a difundir mensajes e iconografía solidaria… ¿Y mañana dónde, qué colores…?

Porque mientras nos curamos esta herida, lo más triste de todo es que seguimos sin solucionar el problema. Tal vez porque, realmente, seguimos sin saber dónde está o dónde lo tenemos. Y si alguien o muchos lo saben, quizás no nos lo quieran decir.

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