Sin entrar en otras consideraciones, la profesión desde luego importa. Cuando una empresa u organización se encuentra inmersa en una crisis de proporciones dantescas, cada público puede percibirlo desde una perspectiva distinta. Los clientes podrán mostrarse indignados, decepcionados y algunos puede que condescendientes; los competidores se declararán escandalizados pero al mismo tiempo, más o menos manifiestamente, andarán frotándose las manos; los colaboradores se sentirán inevitablemente preocupados. Los gobiernos prestarán atención a lo que les puede afectar versus lo que puedan rentabilizar políticamente. Si hablamos de la opinión pública en general, pues habrá desde los que se lleven las manos a la cabeza hasta los que se declaren indiferentes, si piensan que el asunto les queda muy lejos. Y luego están los que lo miran desde su particular punto de vista profesional. Quiero decir, los que piensan en sus homólogos y equivalentes en esa empresa, que sean competidores, colaboradores o sin mayor incidencia en el ámbito de su negocio, no dejan de ser sus colegas al fin y al cabo.
Cuando en alguna conversación más o menos ociosa de estos días ha salido a colación el caso de Volkswagen, no he podido evitar hacer referencia a ellos adjudicándoles un coloquial inciso –“los pobres…”. Y a veces ha pasado que mi ocasional interlocutor me ha puesto ojos como platos y me ha interpelado: “¿los pobres dices, con la que han armado y el daño que han hecho a sus clientes, a la industria automovilística, al medioambiente…?”
Y sí, digo bien: me refiero a los pobres profesionales de esta empresa que trabajan en Comunicación, Marketing, Relaciones Institucionales… ya sea en la sede central corporativa, en la filial española y en cualquiera por todo el mundo. Ellos no han supuestamente incumplido ni manipulado ni emitido nada, no han presuntamente engañado a nadie ni cometido fraude alguno…. Pero son los que tienen ahora que partirse la cara por defender la reputación de la compañía. Los que se llevan los mayores sofocos cuando leen los estruendosos titulares que están apareciendo casi a diario. Los que tienen que hacer alardes de paciencia y elegancia para gestionar la incontenible demanda informativa, y romperse la cabeza para tratar de difundir mensajes lo más edificantes posible o, cuando menos, reparadores. Los que se encuentran ciertamente en el epicentro del terremoto mediático y social que ellos no han desencadenado…
… Y a los que al final van a pedir cuentas internamente. Porque si bien los responsables directos de la crisis habrán sido unos y se supone que pagarán su penitencia, a los que están a cargo de la imagen corporativa siempre se les echará encima algo o mucho de responsabilidad por los daños y desperfectos. No olvidemos que la mayoría de las organizaciones, cuando tienen un problema, también lo tienen de Comunicación. Pero algunas incluso pretenden hacer ver que ese ha sido el único problema. Aquí, por ahora, está claro que no es el caso. Pero no se extrañen de que a medio plazo, pasados estos estertores, algún iluminado salga esgrimiendo la manida teoría de que todo fue un“fallo de Comunicación”.
En efecto, “estos pobres de Volkswagen” tienen ahora este penoso –por no decir “jodido”- trabajo de mantener el tipo y rehacer la fachada. Lo mismo que sus colegas de otras compañías que en su día han pasado por momentos críticos que han puesto en serio peligro su reputación y su negocio, o si se quiere su negocio y su reputación, que muchas veces tanto monta. Podría hacer el discurso extensivo a los demás miles de empleados de esta gran multinacional, que tampoco se lo han buscado y andarán preguntándose qué habrán hecho para merecer esto. Pero aquí me he querido centrar específicamente en los de estas áreas sensibles porque son los que, por su particular cometido en la empresa, suelen llevarse la bofetada por partida doble. Va en su sueldo, es cierto, pero a veces no se sabe bien lo que cuesta ganarlo.
Una vez, hace ya tiempo, formé parte del equipo que trató de gestionar a nivel local otra descomunal crisis internacional de una compañía tecnológica que “monopolizaba” los sistemas operativos para ordenador. Uno de los episodios álgidos de aquel proceso coincidía en España con la celebración de una entonces importante feria informática. Y al stand donde nos encontrábamos haciendo guardia se acercó el director de Comunicación de otra empresa tecnológica “antimonopolista” de logo frutal. Vino a animarnos y expresarnos su solidaridad. Porque independientemente de los intereses contrapuestos que mantuvieran ambas firmas, profesionalmente era de los nuestros y sabía lo que estábamos pasando. Desde entonces lo tengo muy claro. Cuando veo una crisis de estas dimensiones, siempre pienso en ellos. En los míos… pobres.