¿Por qué nos da últimamente por hablar más de tours pasados que del actual? ¿Acaso porque nos gustaron más? Desde luego todo lo pasado puede parecer mejor, pero es verdad que muchos de aquellos fueron más épicos, nos dejaron más. Hoy todo parece más controlado y previsible. Y sin embargo sigue siendo el Tour.
No puede negarse que el Tour de Francia sigue siendo la carrera más dura, y con diferencia. Por la velocidad a la que se viaja; por su primera semana, que además de frenética siempre es una verdadera ruleta rusa; por el calor asfixiante en la mayoría de sus etapas; y porque sus montañas siguen siendo en conjunto las más imponentes, por mucho que en otras geografías encontremos ocasionales anglirus o zoncolanes de desniveles desproporcionados. Pero a pesar de su dureza, o a lo mejor a causa de ella, la verdad es que el Tour resulta hoy menos espectacular que la Vuelta a España y el Giro de Italia.
Así ha sido en estos últimos años. Por la razón que sea –trazado, climatología, actitud de los ciclistas…- en las rondas española e italiana el desgaste día a día es menor, la gente llega a la última semana más entera y hay más candidatos a la victoria final, luego más emoción, más ataques, mayor espectáculo ciclista. En cambio, si lo miramos, los tres últimos tours han quedado prácticamente decididos tras el primer día de montaña. En el que mañana termina, ha sido ciertamente en el primer puerto, La Pierre Saint Martin, donde Chris Froome ha dado su primer y certero golpe, que a la postre ha sido el último. A partir de esa primera jornada pirenaica, el británico no ha tenido más que defenderse, y sólo el tardío –aunque encomiable- ataque de Nairo Quintana en Alpe d’Huez le ha puesto en algunos aprietos y ha ofrecido algún atisbo de emoción. Nada más que eso.
Después del primer y único mazazo de Froome, hemos asistido a etapas de perfil más que prometedor por los Pirineos, el Macizo Central y esos cuatro días en los Alpes. Pero las cartas estaban ya repartidas. El Sky mandaba, su líder parecía sólido y apenas se veía amenazado. El Movistar estaba feliz con lo que tenía –segundo y tercero en el podio, la general por equipos…- y sólo se iba a arriesgar si acaso al final, como ha hecho, pero procurando no perder su tesoro, véase la incontenida emoción de Valverde al verse por fin tercero en París, o la “v” de Nairo al cruzar la meta segundo de la etapa y de la general. Alberto Contador es hoy por hoy el único corredor capaz de romper moldes, pero aquí demostraba que a sus años, o tal vez a ninguna edad, ya no se puede estar al 100% en Giro y Tour. Nibali había llegado corto de forma, y su reacción final iba a servir nada más que para mantener a salvo su prestigio. Otros, como Van Garderen, ya tenían bastante con aguantar ahí, cosa que al final tampoco iba a poder ser. Lo demás, la lucha por las migajas. Y eso sí, ver si ese pedazo de ciclista que es Peter Sagan era por fin capaz de acertar a ganar una etapa.
Así, la lucha por este Tour ha quedado reducida prácticamente a la primera y la última montaña. Esta edición, como casi todas, tenía un recorrido realmente bonito. Alguna contrarreloj media-larga sí debería haber incluido, pero ello incluso hubiera contribuido a hacerlo más aburrido, porque hubiera estirado la general y ampliado las distancias. Pero es que en realidad dan igual el itinerario y el perfil. Si a la segunda semana la clasificación ya está definida, las fuerzas están bajo mínimos y sólo queda dirimir los detalles, la carrera sufre, las retransmisiones se hacen monótonas, esperamos milagros que no van a suceder. Los comentaristas ya no saben de qué hablar y nos quedan, eso sí, las impagables imágenes que nos regala la televisión francesa. Algo que, por cierto, aprendieron de la española en su día, pero que han sabido potenciar y mejorar.
Quizás la organización de la primera carrera del mundo debería planteárselo. Algo tendrían que hacer para suscitar el interés desde el principio y mantenerlo hasta el último día. La Vuelta siempre propone un final empinado en las primeras etapas, luego va dosificando la dureza, los obstáculos y los terrenos propicios para la emboscada. Y cuando llegan al Angliru, a los Lagos o a Ancares, la gente no se conforma con ir a rueda ni trata de conservar lo que tiene. Por algo debe ser.
En fin, un Tour de Francia más que, cuando volvamos a escribir sobre el Tour coincidiendo con próximas ediciones, dudo que vayamos a evocar. Con todos los respetos para los gallos actuales, seguiremos añorando a Merckx, Ocaña, Hinault, Fignon, Induráin… y aquellas interminables y gloriosas ascensiones al Galibier.