“No eludiría la responsabilidad de afirmar que, en comparación con el Galibier, no sois más que vulgares e inofensivos bebés. Ante este gigante, sólo podemos quitarnos el sombrero e inclinarnos”, dicen que dijo Henri Desgrange, el fundador del Tour de Francia, de este mítico puerto de montaña, que se convirtió en símbolo de esta carrera y que precisamente en su cima acoge el monumento conmemorativo a su creador.
En el Tour de este año no se sube el Galibier, que fue retirado de la ruta en precaución por recientes desprendimientos que se han producido por las laderas por donde transita. Pero volverá, porque su historia está íntimamente ligada a la de la ronda ciclista gala. Sus curvas, sus vistas, las montañas que parecen quedar por debajo de la carretera, un efecto óptico que hace pensar que estás subiendo directamente a los cielos, y sin embargo sigues vivo. Otros han dicho que el paisaje de sus últimas estribaciones asemeja Marte. El caso es que difícilmente hay paraje más majestuoso en Europa que el de este paso entre cumbres a 2.654 metros.
Pero tampoco hace falta que se suba este año, ni siquiera que haya Tour de Francia, para que quien más y quien menos tengamos un Galibier que subir. Es más, no hay verano sin una gran ascensión que gestionar. Un barrera casi infranqueable, pero que franqueamos, para cruzar al otro valle, que siempre creemos que será más fértil, más frondoso y más acogedor que el que intentamos dejar. Luego será o no así, pero la ilusión es la que nos hace seguir, insistir, jadear, mirar de vez en cuando a lo lejos tratando de vislumbrar, o más bien adivinar, la pancarta que indica que pronto lo vamos a coronar. Casi nunca se ve, es la verdad, y toca que seguir.
Es cierto que a veces el propio camino es el premio, tanto o más aún que el destino. Es verdad que solemos ir concentrados en el asfalto, en el cuentakilómetros, en nuestras piernas y nuestras sensaciones. Pero si en un momento levantamos la vista y miramos alrededor, es cuando todo cobra sentido. Cuando reparamos en el paisaje, su grandiosidad asusta de primeras, pero al poco tiempo de asimilarla hace ser consciente de dónde estamos y de todo lo que se lleva subido. A medida que se sigue ascendiendo el sol está más cerca y el aire escasea, por encima de 2.000 metros la vida es más cara y más exigente. Pero hemos decidido llegar hasta ahí, y no nos vamos a parar ahora.
Recuerdas entonces las estampas de Poulidor y Anquetil codo con codo junto al abismo, de Ocaña imperial demarrando para acallar el ímpetu de Fuente, las fotos en blanco y negro de Coppi o Bartali, que en efecto parecen que hacía no la Vuelta a Francia sino a otro planeta. De los tiempos modernos nos quedan la trepidante –ay- ascensión de Pantani y el arrojo de Contador en busca del tiempo y más cosas perdidas. Aunque no sea la carrera como tal, siempre hay algo que ganar.
En fin, no sé si son exactamente estas las sensaciones que viven los ciclistas que en este momento están negociando los Alpes. Pero galibieres los subimos muchos, supongo que cada uno a su manera. Y que nos queden muchos por subir…