Cuando Brasil vendió su alma…

Brasil México 70A este paso, me temo que nos quedará contarle a nuestros nietos, si llegamos a tenerlos, que hubo una vez un país llamado Grecia, que era el heredero de una grandiosa civilización, y que existió una selección llamada Brasil, que ganara o no, fue la más adorada y admirada por la globalidad del fútbol. Una está siendo vendida irremediablemente a los lobos insaciables, la otra hace tiempo que se vendió a los resultados, y hoy no le queda prácticamente nada.

Como hoy es lunes de carreritas, nos toca detallar lo segundo, y lo otro queda para otros análisis más sesudos. Los que amamos todo el fútbol, y no sólo el de nuestros equipos, hemos disfrutado esos tiempos en los que los mundiales no comenzaban exactamente con el partido inaugural, sino que empezaban realmente el día que debutaba Brasil. Entonces ya podías decir que estábamos en pleno Mundial. Luego podían llegar más alto o no, podían incluso decepcionar por no llegar al nivel excelso que tantas veces, muchas desde los años 50, habían exhibido. Pero su personalidad intransferible, su imán con el balón, su pausa… hacían de la canarinha la selección más reconocible –luego junto con Holanda– de las que competían. Y la que más admiración y cariño solía recibir. La mayoría de los aficionados eran de la suya y luego de Brasil.

Pero un día Brasil, la futbolística digo, vendió su alma al diablo resultadismo. En 1994 habían pasado 24 años de su última Copa del Mundo, la inolvidable de México 70, la tercera a la que nadie había llegado entonces, que inmortalizaran Pelé, Gerson, Jairzinho, Rivelino, Tostao… dejando uno de los recuerdos más imborrables de la historia del fútbol. Pero desde entonces no la habían vuelto a agarrar, aún a pesar de haber dado también formidables equipos, como aquel que maravillara en España 82. Era demasiado tiempo, demasiada vigilia para el más grande y para la afición más voraz.

En Estados Unidos 94, la llamada urgencia histórica apremiaba. Acudían con otro plantel nada desdeñable: un centro del campo que era una hormigonera de absorber y procesar juego, con Dunga, Branco, Mauro Silva y Mazinho; delante, Romario y Bebeto, qué más vamos a decir. Pero entonces fue cuando su entrenador, Parreira, decidió que había que ser ante todo práctico y pragmático. Ya no tenían necesidad de tener el balón y mimarlo, de llevar el peso y la iniciativa de los partidos. Que jugaran los otros, y ellos a robar en el medio campo y a sorprender con sus dos exquisitos y letales puntas. Lograron por fin su cuarto título, pero ya no enamoraron tanto. Fueron de más a menos en ese campeonato, en las semifinales y en la final ofrecieron muy poquito, el título ante Italia se decidió por penaltis después de un decepcionante 0-0. Fallaron Baggio y Baressi y el “helado de vainilla” volvió a casa. ¿Qué más daba entonces, si ya eran campeones del mundo otra vez?

Llegaban buenas noticas, porque lograda ya su cuarta estrella, venía una generación brutal: Ronaldo Nazario (el verdadero), Rivaldo, Denilson, Roberto Carlos, Cafú, Edmundo –que se quedó en héroe local-, luego Ronaldinho, Kaká… Pero tanto esos futbolistas descomunales como los diferentes técnicos de la canarinha –Zagalo, Scolari, de nuevo Parreira…- ya habían decidido que no iban a complicarse la vida. Que con ese género en bruto ya no era necesario elaborar el producto ni envolverlo. Su propia inercia de genios les haría ganar partidos y títulos. Podían permitirse dejar que el contrario pasara el mayor tiempo con la pelota, a ellos les sobrarían unos cuantos arreones de sus cracs para sentenciar. Con esos argumentos les fue regular en Francia 98 –finalistas-, muy bien en Corea y Japón 2002 –campeones por quinta vez- y decepcionantemente mal en Alemania 2006. Ganaron, perdieron, dejaron un gran recuerdo, pero siempre dieron la sensación de haber podido llegar a más, de haber sido ciertamente imbatibles.

Los cracs se fueron yendo, ley de vida. Después de ellos, nada que se les pareciera. Neymar, puede decirse, es el único de los actuales que podría rayar a la altura de aquellos, y poco más. Pero lo peor es que hace años ya que renunciaron a su estilo, a su virtuosa forma de concebir este juego. Se habían consagrado al talento en bruto de sus estrellas, y ya sin ellas, no tenían nada con que amueblarse. Centrales poderosos, estrategias a balón parado, juego físico, ni chispa de magia… y perder. En esta Copa de América acaban de firmar su cuarto batacazo consecutivo en estos últimos cinco años en una gran competición. Y ya no ha sido perder dolorosa pero épicamente como aquellos Socrates y Zico contra Italia en 1982 o contra Francia en 1986. Ha sido irse a casa sin haber ofrecido prácticamente nada. El pavoroso desmoronamiento de hace un año en la semifinal de su Mundial frente a Alemania podía haber significado tocar fondo, pero no. Es que no levantan cabeza porque no tienen con qué.

“Brasil es pasado” era uno de los titulares que podían leerse ayer tras su eliminación ante Paraguay. Me resisto a creer que no volverán, que un país con esa tradición y esa pasión no vuelva a dar talentos que asombren al planeta fútbol. Pero sobre todo, deberán recuperar su esencia, volver a parecerse a sí mismos. Y eso no se consigue en dos días, ni en los años que faltan para Rusia 2018.

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