La Plaza de los Oricios no existió siempre como tal. Hasta 2027 se llamó no me acuerdo cómo, y sigue siendo uno de los puntos neurálgicos que vienen a unir el lustroso centro de la ciudad con la parte alta, mucho más sobria y gris a medida que se va subiendo. La caracterizaba por entonces una fuente digamos fea, de chorros un tanto desfasados, aunque no faltaba quien se pasaba las horas muertas mirándola, inspirándose en cada uno sabrá qué. Con el cambio de nombre la desmontaron e instalaron el actual motivo, carnoso, anaranjado e indescriptible.
No faltó la polémica por el cambio de fisonomía, tampoco por la nueva denominación de este estratégico enclave urbano. Fue a poco de instaurarse la III República, y por ello hubo fuertes corrientes de opinión a favor a otorgarle a la plaza un nombre que evocara el nuevo régimen. Pero de hecho ya habían sido renombradas numerosas calles, plazas y edificios emblemáticos del centro, incluido el famoso hotel que albergara las antiguas visitas reales, que había pasado a llamarse Gran Hotel Reconciliación. Y ya se barruntaba que a lo mejor en pocos años tendrían, por imperativos de la Historia, que volver a hacer cambios. Así que triunfó finalmente la corriente favorable a rebautizarla con un nombre inequívocamente autóctono y además perdurable.
Por las inmediaciones de esta plaza siempre proliferaron bares, eminentemente burgueses, que servían el preciado marisco. Pero en los últimos años, además, había ido calando y ganando adeptos una nueva costumbre. Llegado el mes de abril, todos los lunes por la noche, la plaza se llenaba. ¿De gente? Sí, pero sería muy simple resumir que de tal: se poblaba mayoritariamente de penantes, de almas dolientes y seres olvidados; de espíritus desahuciados, mentes atormentadas; de seres olvidados por todos los sistemas, por todos los regímenes. Ignorados por la gran mayoría de las familias medianamente respetables.
Solo que por esa noche olvidaban, todos y cada uno, su mísera condición. En su plaza, en su lunes, con su cucurucho, su cubo o mismamente sus sacos llenos de oricios. Que nadie sabía de dónde sacaban, porque no siendo ciertamente un producto prohibitivo, todos estos no tenían para pagarse nada. ¿Los pescaban ellos? Imposible, además las capturas estaban muy restringidas. ¿Se los traía algún pescador generoso y de gran corazón? Tampoco es probable. ¿Se los regalaban en algún mercado, les caían directamente del cielo…? Nadie sabe.
El caso es que nunca les faltaba el material, ahí llegaban con sus equinoideos y sus botellas de sidra. Y así pasaban la noche entera, sentados o formando corrillos, todos dedicados a devorar con esmero su exquisito manjar, degustando sin prisas las huevas carnosas que les impregnaban el paladar, embriagados de la estimulante sensación de estar masticando inconmensurables trocitos de mar. Con sus olas y sus furias, sus arranques y sus misterios… Hasta la madrugada eran insospechada, inesperadamente felices y llegaban a olvidarse de lo que eran. Así todos los lunes mientras durase el mes de abril…
La mañanas siguientes amanecía la plaza envuelta en un penetrante olor a yodo, que para quien más y quien menos era un elocuente olor a vida. Los empleados municipales barrían las cáscaras pinchosas con compasiva paciencia. Ni la policía federal ni la guardia presidencial iban a tomar medida alguna. Salvo algunas quejas de insensibles vecinos al principio, con el tiempo ya todo el mundo lo tenía asumido. Alguien, aunque fuera por unas horas, obtenía el regalo de vivir un poco mejor. Y así se lo permitía aquella ciudad que empezaba a no recordar cómo se llamaba, o tal vez ya no me acuerdo yo…