Sergio Ramos y su tocayo y socio Busquets habían abierto ese día un poco antes. Los domingos el bar Sanebrio abre sólo de tarde, pero ese era un poco más especial que otros. Además habían pedido a algunos jóvenes de confianza si podían venir a ayudarles a montar las mesas para la ocasión. Y ahí muy diligentes llegaron Xavi, Andrés y Toni el extranjero, que en apenas unos meses en el barrio ya caía bien a todos por lo educado y buen chico que era. También, ayudando a preparar los canapés, estaban Pilar y Elena, las novias de los dueños, mientras éstos cargaban las cámaras, que aunque faltaba todavía para la hora, sin duda al verlo abierto tan pronto empezarían a entrar clientes, aunque fuera por la novedad.
Y en efecto, ya aparecía por la puerta don Carlo a tomarse su café, como si de cualquier día de diario se tratara. Luego el despistado Benzema, que hacía un alto en sus estudios y bajaba a tomarse su licor de manzana sin alcohol. “¿Hay fútbol hoy?”, preguntó. Y ya los de la partida: Alves y Pedrito, Marcelo y Arbeloa, siempre tan picados y sin embargo tan indisolubles parejas. Pero ese día iban a venir muchos más de los habituales: seguramente Piqué y señora, Pepe el de la carnicería, Suárez el dentista, Mascherano el del puesto de helados, en fin, todos gente distinguida que no venía así como así. Hasta le iban a pedir al bueno de Iker si no le importaba quedarse en la puerta a controlar quién entraba, él que había trabajado de portero y no se le pasaba ni uno.
Conforme se acercaba la hora, ya se iba nutriendo el bar de clientes. Habían tenido el detalle de reservar la mesa 7, que en esa siempre se sentaba don Florentino, y además había avisado que hoy a lo mejor vendría con compañía, lo que había causado enorme expectación. Los querubines Modric y Rakitic, que parecían hermanos pero no lo eran, tomaron posiciones en el centro de la barra, como les gustaba. En la esquina el quisquilloso de Luis Enrique, que como siempre ya le estaba poniendo pegas a los aperitivos. Isco, Carvajal y Jordi Alba en la mesa alta junto a la máquina de dardos, y así harían tiempo jugando una partida. Todos muy amiguetes ahora, luego ya empezarían las miraditas de reojo. Corrían los tercios y los gin tonics, crecía la excitación y empezaban a sonar más altas las voces.
En esto, claro, llegó la inevitable cuadrilla de la muerte, la verdadera salsa del barrio: el travieso Neymar con sus pintas; el rapero Ronaldo con su chupa de cuero nueva, carísima por cierto; y el pequeño Leo, que parecía una mosquita muerta y sin embargo todos sabían que era el que tenía las peores ideas, las más maléficas. El que llegaría tarde como siempre y se haría sitio a empujones sería Bale, ese que decían que era de un país raro, el caso es que tampoco hablaba mucho, siempre iba a su bola.
Veinte minutos para la hora y no faltaba prácticamente nadie, la barra de bote en bote y todas las mesas ocupadas. Empezaba a cundir la impaciencia, los sergios habían encendido las dos teles pero les urgían a que la pusieran ya a todo volumen. Sí, esa noche jugábamos el clásico en Barcelona y estos no iban a perdonar nada con tal de vernos. Es a punto de empezar estos partidos cuando me entra cierto escalofrío, saliendo ya por el túnel de vestuarios, al pensar en toda esta gente en los bares, con los ojos clavados en la pantalla, fiel y religiosamente vestidos con nuestras camisetas.