Por más que me invitaras, nunca me gustó subir hasta aquella innumerable planta. No se me olvidaba que creí salírseme las tripas por los ojos la primera vez que subí en aquel infame ascensor. La modernidad todavía mareaba en este país, y no hubo vez que no siguiera tambaleándome mientras llamaba a tu puerta, desde luego no sería la forma más edificante de internarse en los dominios de una renombrada consultora. Eran tiempos espesos, de dudosos deseos y jornadas anodinas. Años después, una pacífica tarde de sábado entre dos nevadas habría de dejar un resquicio de lucidez, un mínimo de espacio y tiempo para urdir el plan.
Aquellas visitas más o menos oficiales siempre me dejaron el cuerpo desarreglado. De revolución estomacal por un lado; de ansiedad por volver a verte, por otro. Fueron tímidas aproximaciones, yo me sentía muy pequeño al entrar en todo ese edificio, verme en ese solemne hall de prisas yendo y viniendo. Y seguidamente, paradoja del frenético progreso, ese lento y tortuoso ascender, planta 3, parón, arrancar, planta 5, planta 9… la tuya superaba la veintena, ya no recuerdo por cuánto. Luego, una vez sentados en la salita de invitados, siempre hablabas tú más que yo, entre otras cosas porque yo seguía descompuesto. De la subida y de no poderte alcanzar.
Con el tiempo dejé de ir a verte, terminó la relación profesional. Pero durante años, cuando pasaba por delante, recordaba e imaginaba que tú seguirías ahí. Añoraba aquellas incursiones, no en vano, aunque no fueran más que fantasías, algo mío se había quedado allí arriba. Buscaba en los ventanales dorados, aún sabiendo que eran ciegos. Quién sabe si el rumbo del aburrido porvenir no podría cambiar algún día. No había de existir la menor probabilidad, pero estaría pendiente.
Y la vida iba a girar 180 grados esa tarde de febrero. Al principio pareció una llamada tonta, tal vez pensaste que te equivocabas, no esperarías escucharme pero yo estaba ahí. Tu voz era la misma pero yo no, ahora no sé si se notaba más mi inseguridad o mi emoción. Algo querías que viera, unos papeles decías, un personaje insigne, un asunto de crítica importancia y estrictamente confidencial. No podíamos vernos en público, no podía salir aquello de allí. De noche no habría nadie, nos veíamos en la misma planta. Sí, en la misma salita.
“Nos vemos en el Windsor” fue lo último que te oí decir, y mientras iba ni siquiera reparaba en la clase de asunto que íbamos a tratar, tan solo pensaba que allí te iba a reencontrar al fin. Ya saliendo del metro, un grupo de bomberos me paró, no se podía avanzar más. Al fondo vi la silueta y el resplandor. Algo empecé a sospechar, pronto empecé a comprender. Y ya no hice más en toda esa noche que quedarme mirando el espectáculo, asistiendo a la hoguera en la que ardían todos esos recuerdos, las visitas, el ascensor, mis mareos… y estuvieses o no, en esas llamas ardías tú.
No quise moverme, era muy consciente de todo lo que se estaba quemando allí. No quise que se escapara un segundo de aquellos encuentros, de todo lo que durante años pensé en ti, lo que imaginé y soñé contigo. Si todo se estaba convirtiendo en cenizas, no quería que un solo rescoldo dejara de abrasar mi memoria. Me quedé hasta que vi las ruinas amanecer humeantes. Nadie sabía nada, no había quien entendiera nada, y yo tenía la impresión de estar al cabo de todo. O casi…
Porque al menos me quedaba una esperanza. El lunes te llamaría. Podría ser el presentido fin del incendio… o el principio de todo.