No tiene nada que ver el manantial con la estructura. Podría ser un buen año de lluvias en todo el valle, pero si no arreglaban la canalización, las cuatro casitas del pueblacho continuarían sin agua, y seguiría habiendo que ir a buscarla a otros valles. Y si no acondicionaban la maltrecha carreterita que pasaba a dos kilómetros, a la menor nevada se quedarían otra vez asilados. Lo que pasa es que seguían ahí los que pensaban que mejor así, que para qué recibir visitas si solos vivían tan a gusto y tan tranquilos, además, a saber los que vinieran lo que se podrían llevar.
Se fueron ya los que en su día propusieron transformar el pueblo: hacer un hotelito o una casa rural, un sendero bien señalizado que recorriera toda la montaña, convertir la antigua cambera en una pista para trineos, que viniera la gente, lo disfrutara y dejaran unos dinerillos. Así podrían arreglar la escuela, adecentar las viviendas y pavimentar la plaza, rehabilitar la fuente. No hubo manera de convencer ni al alcalde ni a sus fieles, así que desistieron y se marcharon. Como pretendieran cortarles la salida, treparon monte arriba y buscaron otros parajes más abiertos, otros sitios más prósperos.
“Pues mejor, y que no vuelvan”, sentenciaron los dueños de su aldeano feudo, de sus vacas hambrientas, de sus pollos sedientos. Se vive muy bien siendo cabeza de ratón, mandando en tu casa, aunque ya sólo mandes sobre dos, y dentro de poco te quede mandar sobre las sillas y los muebles, antes de que se deshagan de puro rancio. No se movían y no había forma de moverles. Afortunadamente, creían ellos, nadie iba a pasar por allí, no fuera que vinieran a contarles patrañas de cómo había crecido y lo bien que vivían en el pueblo de al lado, ese que hace dos años no era más que una ermita, y ahora además de iglesia tenía biblioteca y polideportivo.
Allí se quedaron los irreductibles con su estructura y su poder, orgullosos de haber resistido las embestidas de los que osaron echarles de su casa. Que años llevaban guardándo y preservando su parcela con celo, y por nada se la iban a quitar, qué se habrían creído esos venidos a más. Así el recóndito pueblecito de la ladera se iría quedando en pueblucho abandonado, los matojos crecerían y se comerían el otrora frondoso bosque, ya no se verían más animales que las ratas y algún que otro buitre que merodeara a ver qué novedades había por ahí. Ni suerte ni futuro, pero ellos siempre le echarían la culpa al mal tiempo. Aunque ese año hubiera llovido a mares.
Por mucho que crezcan arroyos y se llenen las pozas, ya fluya agua fresca y cristalina, si no se limpia la fuente no va a salir gota, porque en el caño se acumula la mugre y termina haciéndose costra. Una costra unida, que jamás será vencida, pero seguirá abandonada a sí misma, lejos todas las contiendas y perdiendo todas las oportunidades.