Ese día de enero tampoco estaba previsto que nevara en Madrid, a pesar del temporal que se avecinaba. Y aunque los servicios meteorológicos internacionales sí pronosticaban precipitaciones en forma de nieve en el centro de la península por encima de 500 metros –esta ciudad se encuentra a algo menos de 700-, ni los servicios nacionales ni los medios de información contemplaban tal posibilidad.
El caso es que la mañana amaneció helada y el cielo presentaba eso que llaman panza de burro. Y en efecto, como a media a mañana empezaron a distinguirse tímidos copos que más que caer revoloteaban. El transeúnte que venía del Retiro y bajaba desde la Puerta de Alcalá, creyó verlos haciéndose de rogar hasta posarse en el asfalto, inocuos, insignificantes. Según avanzaba hacia Cibeles sí que los notaba en la cara, leves puntitos en el abrigo, una cierta consistencia que empezaba a pintar de motes blancos la reconocida postal.
Como no se la esperaba, nadie había preparado nada, ni sal ni medidas de ningún tipo, tampoco se veían paraguas, la gente había salido a dar su paseo de los sábados por la mañana, unos tiraban hacia Serrano y otros por Villanueva. Pero aquello parecía que arreciaba, a la altura de la Diosa ya era una realidad constatable que nevaba en Madrid. Como el suelo estaba frío y seco, a poco que tomara fuerza no iba a tardar en cuajar.
Y así fue según subía Alcalá. Cruzando el chaflán que bifurca para que aparezca la Gran Vía, eso era una verdadera tormenta de nieve, la ventisca azotaba los rostros y había que inclinarse hacia adelante para intentar avanzar. Apenas podía el caminante levantar la vista, y si embargo el espectáculo era tan glorioso como insólito. Nunca había visto nevado con tanta rabia, con tanta fuerza. Si se quiere, con tanta ilusión en Madrid.
Llegado a la Puerta del Sol, aquello era una aparición. Medio metro de nieve cubría la célebre y celebrada explanada peatonal, ribetes blancos adornaban todos los salientes de los señoriales edificios; los tejados, las marquesinas y hasta el mítico reloj parecían haberse vestido de estreno. La escena era digna de disfrutarla y guardarla en la memoria, o por qué no en la del móvil. Por mucha prisa que tuvieras, merecía la pena pararse y quedarse un rato mirando. No se recordaba haberla visto así. Se veía a la gente divertida a pesar del frío, se tiraban bolas, se lanzaban literalmente en plancha sobre el flamante elemento, era un gusto tomar un puñado y recrearse en la suave y reciene textura. Parecía todo tan nuevo…
No sin algo de pena por abandonar el espectáculo, el paseante entro en el metro. Tenía que volver a casa, pero feliz al fin y al cabo de su insólito recorrido. La sorpresa fue que los telediarios ni comentaron el tema. Ni una noticia. Ni una mención. Es más, el hombre del tiempo apareció impasible para dejar constancia de que el tiempo seguía y seguiría igual, más de lo mismo. ¿Lo habría soñado tal vez, él y toda aquella ciudadanía que estaba seguro de haber visto? O a lo mejor, pensó, es que ciertas nevadas pueden ser muy locales, y en según en qué barrios, casas y palacios, lo que ha caído hoy no ha sido más que mezquina y desapacible lluvia.
Si, la nieve es según como se mire. Y lo que no está en la agenda, simplemente no es. No estaba previsto que nevara… hoy en Madrid.