Queremos erradicar los insultos y las frases gruesas de los estadios. Sin duda es una loable iniciativa, cargada de buenas intenciones y a todos nos parecería mejor que así fuera. Pero no nos engañemos. Desde más de un siglo hasta acá, el fútbol ha sido utilizado como remedo o sucedáneo de la guerra. En él se han sofocado nuestras llamas de ira, se han volcado los impulsos más cruentos y hemos dado aire a nuestros instintos de confrontación. Y es muy difícil borrar todo eso de un plumazo.
Déjenme que me acuerde de unas geniales viñetas del gran F.Ibáñez que presentaban a un inocente señor que no tenía idea de qué iba esto, escuchando por el transistor la retransmisión de un partido. Y le invadía la angustia y después el pánico cuando el narrador aludía a la ofensiva de la formación local, la artillería de la línea atacante, el cañonazo del delantero… para quedarse lívido cuando oía que el árbitro le aplicaba al defensa la pena máxima.
Sí, el lenguaje del fútbol es pro-bélico y lo usamos con total naturalidad: el Madrid viaja al infierno de Anfield, el Barça conquista el feudo turinés, los guerreros nacionales –la selección chilena- retan a la squadra azzura –la italiana. Los Argentina-Uruguay son la batalla del Río de la Plata y los Alemania-Inglaterra se evocan como un nuevo episodio de la Segunda Guerra Mundial. Qué decir de los Croacia-Serbia, los Grecia-Chipre… Y a nivel doméstico, ¿qué son algunos derbis si no reyertas de vecinos con cuentas pendientes? Porque nos los han vendido así. Por no hablar de duelos, revanchas, contiendas y hasta una palabra tan aparentemente inocente como “encuentro”. Grandes futbolistas han sido mariscales, kaisers, tanques, rifles, arietes… Los buenos extremos son balas y los rematadores, letales. ¿Y por qué todos los clubs tienen su bandera? ¿Y los himnos qué son, coros celestiales o composiciones de inspiración militar? Es la guerra sin muertos… al menos casi siempre.
Y muchos aficionados que abonan su entrada o los que se pagan unas cervezas en el bar, acuden como si fueran a luchar al frente. ¿Les decimos ahora que se callen, les ponemos un bozal o les castigamos de rodillas de espaldas al césped cuando suelten un taco? Durante décadas han ido los domingos –y ahora cualquier día de la semana- a los estadios a desfogarse, a volcar todas sus rabias y frustraciones de la semana. Contra el árbitro, contra el equipo enemigo –perdón, rival-, contra su jugador estrella o aquel especialmente señalado. Incluso contra los de su propio equipo, que tampoco se libran y algunos han sido únicos para concitar las broncas de sus propios seguidores. Si después de 90 tensos minutos han ganado, el miliciano de a pie se va tranquilo y relajado a su casa, si pierden le hierve la sangre todavía más, y mejor no cruzarse en su camino. ¿Les cambiamos de la noche a la mañana? ¿Les regalamos una pelotita de espuma a la entrada para que la estrujen, mitiguen su stress y así se muerdan la lengua? Y no se olvide que cuanta más depresión y penurias económicas y laborales vive una sociedad, más frustración y más rabia acumulada.
No neguemos, por otro lado, que ha habido y hay futbolistas y entrenadores que se han movido como o pez en el agua en esos ambientes de hostilidad. ¿Hace falta que diga nombres o nos vienen a todos a la cabeza? Y lejos de aislarles y dejarles como unos inadaptados, se les ha idolatrado, han reunido a masivas corrientes de seguidores, han llegado a erigirse en caudillos. Y no se crean que me estoy refiriendo únicamente a ese que se piensan, que en efecto es uno de los paradigmas hoy día. Pero podríamos hacer una lista larguísima, de otros tiempos y actuales.
Por lo demás, hemos alimentado la legitimidad de ganar a cualquier precio, da igual si jugando mal o si de penalti injusto en el último minuto. Y si se puede humillar, ya es la gozada. ¿Quién dijo aquello de “ganar, ganar y volver ganar” y quién otro que “ganar no es lo más importante, es lo único importante”?. Y se ha pedido a los equipos que salgan al campo a morder, se les ha tachado de cobardes y mentecatos cuando no han metido el pie lo suficiente, esto es, dejando señal en la bota. ¿Nos creemos ahora que el público se va a poner a silbar a su defensa que en el primer minuto se lleva por delante al temido delantero visitante? ¿O le van a recriminar al que hace un gesto mandando callar a la afición del equipo enemigo –perdón, rival- cuando le mete un gol a domicilio?
Por otro lado, nos hacemos cruces a cuenta del racismo cuando a un futbolista le recuerdan con mala idea su origen o raza. Pero nadie se escandaliza de que a lo mejor a ese chico llevan tratándole como a un esclavo desde los 11 años. A Luiz Pereira le cantaba un sector del Bernabéu a coro “que baile el negro” y el brasileño se volvía hacia ellos, se echaba las manos a las caderas y se marcaba dos pasitos. Le cubrieron de aplausos y ya no volvieron a decirle nada, al menos en ese partido. Eto’o en La Romareda oyó algo que no le gustó e hizo parar el partido con la aquiescencia de todos, empezando por el árbitro. Seguro que al siguiente campo que visitara se lo dirían por triplicado. No se puede acallar a la masa así como así, diciéndole “se calle aquí mando yo”. Es más efectivo ganársela con un poco de tacto e inteligencia, aunque reconozcamos que no es fácil. Pero rogando por los altavoces, multando al club porque un deslenguado ha dicho “xxx de mierda”… no vamos a conseguir otra cosa que multiplicar y expandir el virus.
Desde luego está muy bien y apoyamos combatir la violencia en los campos de fútbol, la física y también la verbal. Sería idílico ver a la gente asistir a los partidos como quien acude al teatro o a un concierto. Pero antes que perdernos en batallas inútiles, empecemos por lo prioritario. Echen de una vez para siempre a las hordas de ultra-parásitos, detengan a los que tengan que detener, expulsen de por vida a los directivos que les amparan y les han utilizado como guardia pretoriana, castiguen ejemplarmente a los clubs que miran para otro lado cuando se piden medidas drásticas contra estas ruinas humanas. Metan en la cárcel unos días al cafre que tira un mechero al césped, aunque no le dé a nadie, métanle unos meses al que lance una bengala. Sancionen al futbolista o entrenador que en una rueda de prensa previa agite el árbol porque le conviene crear un ambiente “especial”. Pero a la gente que grita en el campo déjenla en paz. No la van a cambiar de hoy a mañana porque es un asunto de educación. Y la del fútbol la hemos hecho así. Cambiarla nos llevaría otro siglo.