El tiempo verdadero
Fumar es malo, pero la vida es muy triste. Sólido argumento de fumador impenitente cuando una tarde de octubre el tiempo ha corrido demasiado, ha llegado inesperadamente pronto. Cuando llegas a casa y reparas en que no habrá noche. Que los gigantes, por mucho que lo sean, también un día detienen su camino y dicen hasta aquí.
Las horas que van de la placidez a la conmoción pueden ser las que transcurren entre la noticia de un premio justamente celebrado y un anodino viaje en metro por las estaciones de un Madrid que desdeña su pasado ciertamente olvidable; o de lo que promete un viernes a la salida del trabajo al golpe bajo que te espera al cruzar la puerta y recibirte unos ojos llorosos. A veces es más fácil enloquecer que comprender el destino, y al primer impacto resulta difícil, imposible, aceptar que ya no amanecerá igual.
Las horas que marcan los relojes son las que determinan las pautas y los plazos que artificialmente nos fijamos para justificar que pasamos un día y otro tras otro. Cada minuto vale técnicamente lo mismo, el tic-tac nos va recordando, sí, que nada se para, que todo lleva su curso, lo malo pasa y lo bueno se termina. Creyendo casi siempre que hacemos cosas, y en realidad no estamos haciendo prácticamente nada.
Pero el tiempo verdadero es el que cambia los estados. El que se siente en el paisaje alrededor, y sobre todo dentro de uno mismo. No depende de un calendario ni lo establece una manecilla, no da pistas ni permite medir su paso. No avisa. Avanza más despacio o más deprisa según el rumbo que tome. Y sus efectos generalmente no se prevén, simplemente llegan. Igual que el físico, el tiempo verdadero nadie puede detenerlo en sus manos, pero sí tal vez ralentizarlo o acelerarlo. Lo difícil de asumir es que es de uno y de nadie más. Por eso puede parecer que sobrevino a traición y sin embargo, a lo mejor, sucedió cuando tenía que suceder. Cada uno elige o no su vida, pero en ella van sus consecuencias.
Sí, la vida es muy triste, suficiente razón para volver a fumar.
La soledad puede ser una bendición o una tortura, pero cuando no se encuentra la forma ni el momento de decir lo que a uno le duele, puede ser una condena. Sin duda esa mañana salió del portal del 7, a saber si ya presentía, aunque había dejado un par de cajetillas sin vaciar. Cruzó la calle angosta y adoquinada que le vio, que presenció desde sus primeros andares, y también habría de verle ese día. En algunos señalados hogares, una llamada de sobremesa entró fría como un puñal. A otros les descosió más tarde al volver del trabajo. Y en esa calle de su vida, la que recorrió de arriba abajo saltando, caminando o dando tumbos, se hizo el silencio. Desde aquel día no es la misma, hoy suena, pero de otra manera y ya no tiene nada que ver.
Se desplomó en los brazos de octubre, los que tanto le acompañaron y le acogieron al fin. Sabía quizás que era su vida y que nadie se la podía salvar. ¿Y qué sabremos los demás? El reloj, claro, no se detuvo, ha seguido marcando horas, días, pongamos 25 años. Pero el tiempo verdadero ha seguido otro curso. En realidad no parece tan lejano ni de otro mundo, su recuerdo no ha hecho más que crecer y a veces parece que no ha dejado de estar. Dicen, o consta, que ciertas noches de otoño se aventuran sombras por los caminos recónditos del Madrid que se obstina en volver por donde solía. Y él, incorregible, no pierde oportunidad.
Todo indica que siguió escuchando boleros de octubre. Y los que por entonces fumábamos, no hemos dejado de fumar.
P.D. Hasta aquí esta historia con boleros de fondo que, aunque es verdad que pueda parecer triste, en realidad es la de una persona admirable. Por eso es motivo, más que nada, de celebrar que existió.