No es que hayan tenido que ver mucho uno y otro personaje. No es que su historia haya sido ni parecida. Pero quién les iba a decir a uno que otro que iban a terminar de forma tan similar, al menos en lo que a respecta a la veneración fervientemente expresada y súbitamente retirada, lo que se ha materializado en la retirada de sus signos conmemorativos. Con otra diferencia manifiesta: Lenin no lo vio, pero Jordi Pujol lo está presenciando en directo.
Cuando cayó el Telón de Acero, hecho representado simbólicamente en la caída del Muro de Berlín, los países que habían sido satélites de la URSS se apresuraron a erradicar todo lo que evocara a su pasado reciente. Sus autoridades, que en algunos casos eran las mismas del régimen anterior, y los ciudadanos, ilusionados con el futuro que les aguardaba tras décadas de colectivismo y planificación, se dieron con devoción a la tarea de borrar todos los símbolos. Y lo que quedó como imagen icónica de aquella frenética transición fue el sistemático derribo de las estatuas de Lenin, erigidas en prácticamente todas las ciudades.
Cierto que al revolucionario Vladimir Ilich Ulliánov no le defenestraron en vida –salvo un intento de asesinato y la sospecha de que Stalin pudiera haber intervenido para acelerar su muerte. El caso es que para sus sucesores quedó como referente histórico e ideológico, independientemente de que lo que perpetraran tuviera que ver o no con lo que él promulgó. Pero cuando el régimen cayó, por peso propio o ajeno, su imagen corrió la misma suerte que la de todo lo que había representado aquella época. De él hoy queda su momia, todavía expuesta y masivamente visitada por lo turistas que van a Moscú, y que a las arcas públicas cuesta un dineral mantener y adecentar, un fin de semana y otro también.
Por contra, la imagen de Jordi Pujol no ha sido víctima de la caída de un régimen, sino de la suya misma. El que estaba destinado a ser recordado como emblemático representante de la Cataluña moderna y de la política española del post franquismo –por cierto, otro que no supo de sus estatuas derribadas- ha visto arruinarse todo su legado, ya que presumiblemente no su fortuna largamente amasada. El Parlament tuvo la deferencia de no derribarle en persona el pasado viernes, y hasta él se creció y escenificó un acto de ira hacia los que le supuestamente le han agraviado y traicionado. Pero en la calle no han tenido la misma delicadeza, y sus estatuas caen sin contemplaciones, la de Premiá de Dalt hoy no ha sido la primera ni será la última.
El destino tiene estas cosas, y los paralelismos a veces resultan crueles, implacables y demoledores. A quien no los busca y quien sí. Y aunque las vidas no sean paralelas, a veces las estatuas sí.