¿Se acuerdan de Good Bye, Lenin!? Aquella deliciosa película que reflejaba los vertiginosos cambios vividos en Berlín, y en toda Alemania, en los meses que siguieron a la caída del Muro. Aquella mujer berlinesa del Este, activista del Partido Socialista Unificado de la RDA, que entra en coma días antes de aquel 9 de noviembre de 1989. Cuando despierta meses después, todo ha cambiado radicalmente en ese país, nada tiene que ver con lo último que ella había visto. Pero el médico avisa tajante a la familia: que no sufra el menor sobresalto, ya que tenía el corazón muy afectado. Así que había que evitarle disgustos, hacer que pareciera que todo seguía igual. Como estaba débil no salía de casa, pero en casa había una tele.
Es entonces cuando el hijo, con la ayuda de un amigo cineasta, se inventa unos telediarios delirantes. Se trataba de explicar lo inexplicable, de conferir a lo que estaba pasando una verosimilitud que fuera asumible para la pobre madre. Si por la ventana aparecía un anuncio gigante de Coca-Cola, se trataba de argumentar que, según últimas revelaciones, en realidad era una bebida socialista; si las calles aparecían inundadas de coches con matrícula occidental, es que los berlineses del Oeste habían decidido abandonar el ominoso capitalismo y venir a abrazar el sistema colectivista; si desmantelaban la estatua de Lenin… alguna historia se inventarían para explicarlo y que resultara creíble. En un momento dado, cuando el tema ya se les iba de las manos y estaban llegando al colmo de la farsa, el propio hijo confiesa que, con todas esas maquinaciones que estaban ideando cada día, estaban creando un país de fantasía y casi idílico, en el que hasta apetecería vivir.
Ciertamente, con medios puramente domésticos, los dos amigos conseguían un espectáculo televisivo que, aunque objeto de carcajada para espectador normal y con perspectiva, que simplemente asistía al lado cómico de la película, tenía un indudable mérito. Con gran capacidad de improvisación y unas dosis de ingenio impagables, eran capaces de recrear escenarios que, por absurdos que parecieran, no dejaban de tener una cierta coherencia. Era una irrealidad bien construida, que vista con cierto sentido crítico contenía divertidas ráfagas de ironía hacia un régimen y su opuesto. Pero que a la madre enferma le servía para quedarse tranquila, viendo y escuchando lo que necesitaba ver y escuchar.
Aquella, hace once años ya, era una gran película, aguda, tierna y al final emotiva. Otra cosa es la realidad. Desgraciadamente, los guionistas de Good Bye, Lenin! no se estaban inventando nada nuevo. Los telediarios imaginarios han proliferado en las televisiones, fundamentalmente públicas y esencialmente al servicio de regímenes totalitarios. Pero no hace falta irse tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio ni en el sistema político. Ejemplos los tenemos actualmente, y cada uno sabrá de lo que hablo y lo identificará con algún determinado canal. Espacios informativos casi igual de chapuceros pero realizados con mucho menos ingenio. Y sobre todo, con mucha peor intención que el simple amor a una madre.
Y que no tienen ni gracia. Están concebidos para consolidar la doctrina oficial y que el cliente –entiéndase el dócil y adepto ciudadano autonómico o local- consuma lo que quiere consumir, escuche las noticias tal como precisa que se las cuenten, le expliquen la realidad como indefectiblemente tiene que ser. Que no les rompan ni distorsionen su esquema, que no alteren su pensamiento único. Más zafio y desde luego menos ingenuo pero, técnicamente, es lo mismo que lo que hacían aquellos muchachos. Aquí en… y seguramente allá en…