Ni en política, ni en comunicación empresarial, ni en materia de reputación personal, la chulería debería ser el mensaje. No parece de recibo. Sin embargo, hay a quien le gusta. Cuando se trata de apariciones públicas de un personaje, los ingenieros y los obreros de la Comunicación se esfuerzan por cuidar el contenido fundamentalmente. Y por presentarlo en un continente apropiado, la forma. En este sentido, lo más al uso es proponer la llamada comunicación asertiva, una exposición directa, clara, sin titubeos, bien argumentada y formulada con corrección y elegancia.
Pero existen audiencias a las que eso no les vale. Hasta les puede parecer amanerado, anodino, endeble. Es cuestión de tono más que de contenido. El famoso y manido aforismo de Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”, no hacía más que empaquetar la idea de que la propia presencia y actitud del interlocutor –propiciada sobre todo por la incipiente televisión en los 60- transmitía más de lo que realmente estaba diciendo. Resultaba más efectiva una sonrisa bien armada que una promesa, cautivaba más un acertado movimiento de manos que una frase bonita. Con el desarrollo de los medios actuales, las posibilidades se han multiplicado, pero la esencia es la misma. El “cómo” prima sobre el “qué” para una gran parte del público.
Y la chulería, en ciertos sectores de ciertas poblaciones, es bien recibida. Tiene su valor añadido. No haría falta, en realidad, exponer mucha teoría. Simplemente miremos alrededor y hagamos un simple y somero recuento de personajes públicos que últimamente han conseguido importantes cotas de seguimiento incondicional. En la política, en la cultura, en el deporte, en los propios medios de comunicación. La pose altanera, el desafío verbal y el desplante. Eso sí, no de cualquier manera. Con un sello personal que les hace reconocibles y es el que genera adeptos. Cuando aparecen se les espera, y si se manifiestan con una aburrida normalidad, decepcionan. Ellos lo saben y siempre tienen un numerito preparado para contentar a la afición.
En efecto, muchas veces no se trata de argumentos, datos, ideas o propuestas. Al contrario, puede alguien venirle –en una tertulia, debate político…- con un buen saco de estos y soltarle una falacia pero bien dicha, con gracia y con arte, que desmonte completamente a su contertulio a ojos y oídos de la audiencia. “Sí señor”, “muy bien dicho”, “toma ya” le jalearán sus seguidores, sin ni siquiera empezar a plantearse si lo que refería el contrincante podía ser algo cierto o algo acertado. Las crónicas adeptas hablarán de vapuleo, baño, chorreo o cualquier término de connotación chulesca que sirva para denominar una victoria en toda regla.
Por lo general, y como suele pasar, se trata de improvisaciones muy bien estudiadas. Quien ejerce esta forma de comunicar sabe muy bien lo que pide su clientela. Por ejemplo, en plazas como Madrid hay una buena parte de la ciudadanía a la que gusta ver a sus figuras públicas expresarse como una Nati Mistral en sus buenos tiempos, bien apostada en su puesto de barquillos y rosquillas, por no decir como un Pichi que castiga, y así asistimos a ese género de comunicación política eminentemente castiza que ha venido triunfando en los últimos años. Posiblemente en Bilbao los prefieran menos finos y más echaos palante, tipo Clemente, en Italia que se les presuma ascendencia Corleone o en Cataluña con poco seny y mucha rauxa. Cinematográficamente hablando, votarían o preferirían de entrenador o director de su empresa a un Jack Nicholson o a un Robert de Niro –en sus papeles más chulescos y arrogantes- antes que a un George Clooney o a un Robert Redford.
Y los alquimistas de la Comunicación seguirán estudiando y buscando fórmulas para comunicar con efectividad y conquistar al público por los medios más académicos y con las técnicas más depuradas. No deja de ser la vía más loable. Pero no lo olvidemos, todavía quedan muchos partidarios del“castígame chulo, que me va tu marcha”.