Dime quién te hace los discursos…

400px-Barack_Obama's_second_inauguration_address_with_handwritten_notes, autor Pete SouzaEl chaval tenía 17 años. Era militante político, concretamente de Nuevas Generaciones del PP. Y debía destacar por una magnífica pluma –quiero decir que escribía muy bien. Porque a su corta edad ya redactaba discursos para destacados dirigentes del partido, que los pronunciaban en mítines y otros actos políticos. Y al parecer con bastante éxito y aceptación, de hecho en alguna ocasión le había felicitado personalmente la mismísima Esperanza Aguirre. Un día, uno de sus profesores –de instituto, supongo a tenor de la edad- le pidió uno de sus textos, recién cocinado para ser degustado en público. Al leerlo, le dijo “pero si todo esto es mentira…”. “Ya lo sé –le respondió el chico- pero es lo que la gente quiere oír”.

Este caso no es una recreación ni una ensoñación, es verídico. Y me lo contó el profesor en cuestión, al que conocí el pasado domingo. No voy a dar nombres, de hecho desconozco el de este Cyrano de Génova. Pero sirva para ilustrar cómo funciona hoy en día la comunicación política. Pocos políticos realmente –en España y en cualquier país- se fabrican sus propios discursos. Dicen que Manuel Fraga fue de los pocos. Los tiempos de Castelar pasaron a la historia. Ahora se encarga de ese trabajo un nutrido de equipo de ideólogos y amanuenses, que elaboran las piezas, listas para ser consumidas ante el foro que corresponda. Antes pasan por la correspondiente supervisión, que en muchos casos corre a cargo de los inevitables asesores, y al político se lo dan listo para llevárselo puesto. Así le pasó a aquel diputado –¿austriaco era?-, que en pleno parlamento le entró la risa floja mientras trataba de descifrar el farragoso guión que le habían suministrado. O a aquel Aznar que, terminada su intervención en no recuerdo qué acto europeo, dejó escuchar por el micrófono un “vaya coñazo les he soltado”.

El otro día referíamos lo que nos contó José Ramón Caso sobre los discursos de Adolfo Suárez. Se los escribían destacados periodistas de la época –sabido es que entre ellos Fernando Onega– pero él se preocupaba de leérselos y estudiárselos todos, sacar de aquí, poner de allí, y terminaba quedándose con un texto que hacía propio, contenía lo que él quería decir y cómo lo quería expresar. Se lo sabía y se identificaba con él. Así han funcionado muchos, y no ya políticos: directivos, ponentes en conferencias y quien ha dado el pregón en unas fiestas. A veces lo que necesitan es un punto de partida, una palanca para luego ellos construir su propia línea argumental. Incluso a algunos les sirve una propuesta sobre la que formular su contrapropuesta, como la tesis y antítesis en la dialéctica. Pero hoy, en nuestra clase política –o casta, si damos en llamarla así-, se impone el guión preestablecido y prefabricado, cocina rápida del microondas sin ingredientes propios, sin personalidad.

Pero además, y sobre todo, se da una diferencia fundamental del discurso político actual –con respecto, por ejemplo, al de la transición española –, y es la actitud. Suárez y los líderes políticos de su época hablaban, fundamentalmente, para convencer. Esto quiere decir que pretendían dirigirse tanto a los que seguramente les iban a votar como a los que no tenían de momento intención de hacerlo. Con ese objetivo hacían acopio de argumentos, generaban su mensaje y se preocupaban de buscar la mejor la forma de exponerlo –da igual si ellos mismos o con ayuda de otros. Había que ganarse al cliente. Ahora, en cambio, la clientela es fija. Los líderes de los partidos hablan para su partido, para sus correligionarios, para sus votantes. Por eso dicen y repiten “lo que la gente quiere oír”. En el pasado debate sobre el Estado de la Nación, el ya dimitido Rubalcaba se preocupó más en su discurso de contentar a los suyos –cuestionado como estaba- que de contarle a la opinión pública lo que ellos harían en vez de lo que el Gobierno está haciendo; y lo propio Rajoy, más pendiente de la efusividad de los aplausos de su bancada y de los titulares que sacaran los medios de comunicación afines, que de ofrecer argumentos convincentes sobre las políticas que está llevando a cabo. Los debates –en el parlamento, en televisión…- se han convertido en un diálogo de sordos; y las entrevistas, por lo general, en una escena de sofá o en el mejor de los casos en un frontón, en el que uno lanza preguntas a una pared. “Estos resultados son un respaldo a nuestras políticas”, espetaba el lunes Esteban González Pons respecto de los obtenidos por el PP en las elecciones europeas del domingo. Sí, lo que los suyos querían oír.

Y en fin, que a uno le hagan los discursos y que haya especialistas en producirlos no tiene por qué ser anormal. Que la calidad actual sea tan pobre ya tiene que ver con que, a lo mejor, no están dedicando a este cometido a la gente más preparada, sino tal vez a la más fiel, la más devota o la más fanática. En el caso que narrábamos al principio, que recurran a un jovencito de 17 años para ponerle letra a las canciones de señores tan instruidos y tan mayores de edad, da también idea de los niveles de talento, creatividad y facilidad de redacción que se observan hoy en el entorno político. Cierto que christians de Neuvillette no abudan hoy, pero tampoco cyranos y, lo que es peor, no hay la menor intención de enamorar.

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