Hastiado de su ostracismo, el libro decidió arrojarse desde la cuarta estantería del mueble del salón. O moría como mártir o, si salía vivo, al menos llamaría la atención. El inquilino de la casa escuchó el leve ruido, se acercó preocupado pero se alivió al comprobar que los retratos, souvenirs varios y figuritas de porcelana estaban todas en orden y en su sitio. Luego ya advirtió el ejemplar inmóvil postrado en el suelo por la cubierta trasera. Lo recogió, encontró el hueco en la hilera de lomos y volvió a depositarlo mecánicamente, sin ni siquiera mirarle a la cara. “Habrá que hacer una limpieza un día de estos”, pensó. “O tirarlos todos de una vez, al fin y al cabo me la estoy jugando”. Hacía dos años ya de la entrada en vigor del decreto del Gobierno que prohibía tener libros en casa.
Maltrecho y frustrado, el libro que nos ocupa estaba pensando en la próxima forma de suicidarse, ya sin ninguna esperanza de nada más. Sólo que esta vez, como ni repararon en su forma ni en nada de él, le habían colocado boca abajo. Él era viejo, se titulaba Los últimos días de Pompeya y ahora podía ver de frente, aunque del revés, a su hasta entonces desconocido vecino de su derecha, que respondía, viéndolo así invertido, a algo así como escríbale quien tiene no coronel… Y le miraba compadecido, le ofreció cariño, este tenía algo más de mundo, había salido alguna que otra vez de aquel infierno apilado, sus hojas no eran vírgenes, había pasado por algunas manos. Y era mucho más comunicativo, no como el vecino del otro lado, ahora a su espalda, titulado Tratado de aritmética lógica según el método inglés, tan rígido y con el que era tan complicado entenderse.
El caso es que algo se movió en aquella estantería que llevaba años sin que nada pasara. El citado del coronel, que había sido escrito por un Premio Nobel, usó su influencia, agitó por su flanco, la corriente se trasladó al estante de abajo, donde habitaba un tal Las uvas de la ira, y se extendió por todo el mueble, de La Regenta a Los Miserables. De repente, el soberbio jarrón chino se precipitó y se estampó contra el suelo haciéndose añicos. La foto de la comunión del sobrino saltó por los aires con marco y todo, y el elefante de cristal de Murano siguió la misma suerte que el jarrón, de la andanada que le había propinado un blascoibáñez. Todos los objetos empezaron a volar, y el habitante de la casa no salía de su asombro, recogía una cosa y le caía encima otra, pensó en un terremoto, de hecho el rústico recibidor, cuyos armarios estaban repletos de viejos tomos, también se agitaba desenfrenado. En cambio la mesita baja, el chaise longue y el mueblecito para la TV permanecían inmóviles. Muy extraño.
Poco sabía el infeliz que la revolución se había propagado a la vivienda contigua, luego por todo el piso y progresivamente por todo el edificio. Y es que todavía algunos hogares albergaban libros, aún a sabiendas del riesgo que corrían. “Estáis locos –bramaba desesperada una Historia Ilustrada de la Tauromaquia– van a llamar a la policía y nos van a quemar a todos”. En efecto, el inquilino del 2ºB, siempre cumplidor y atento a la observación de las leyes que salvaguardaban el pensamiento único y liberador, había detectado el alboroto, como cualquier amago de revuelo o reunión sospechosa de por allí se tramara, y diligentemente había avisado a la autoridad.
Pero los agentes no las tenían todas consigo. Temían que al llegar y forzar la primera puerta, lo que se encontraran fuera a un Raskolnikov salido de Crimen y Castigo, dispuesto a emprenderla a martillazos. A que a la patrulla que entrara por una ventana le cayera una Enciclopedia Larousse con todo su peso, ya se veían con el mapa completo de Australia grabado en la frente. Es que lo que nadie previó al legislar aquella política cultural y educativa fue que, condenados a la clandestinidad, los libros iban a cobrar vida propia, que no era otra que la de sus autores y sus personajes. En cambio, los individuos que dócilmente –incluso de buena gana- habían aceptado deshacerse de toda la literatura que guardaban, simplemente se habían quedado sin alma ni inteligencia. Habitaban, constaban en los registros y en las estadísticas, pero vegetaban y deambulaban como autómatas, ya no eran ciudadanos sino votantes útiles al Poder. De hecho, las calles se habían quedado literalmente vacías, no se detectaba ruido ni movimiento alguno. Toda la vida inteligente, las relaciones, el ánimo y el sentimiento de la ciudad y del país entero se desarrollaba dentro de los ilegales libros que aún quedaban sin localizar y desclasificar.
Y que se tomaban sus íntimas venganzas. Alguna novela fue tan desaprensiva que secuestró a su pretendido verdugo y lo insertó en la página 95, convertido en un carcamal se pasaba el santo día en un bar a diez metros de su casa, ingiriendo gin tonics y jugando al mus, a las ocho de la tarde despotricaba de tanta gente vaga que hay en este país, que así no hay manera de que esto funcione. No sería raro ver por ese mismo bar al señorito Iván tomarse vinos con don Mario de la Vega, si algo les perturbaba o les molestaba, o simplemente se interponía en su imperial camino, no tenían más que avisar al inspector Fumero. Los libros se tomaban cumplida revancha, y dieron en transformar a sus prohibicionistas en algunos de sus personajes más detestables. Tan literarios y tan al día.
Le atribuyen a otro libro insurgente el episodio de un juez que juzgaba a un ladrón, y de buenas a primeras se vio en el banquillo, juzgado por otro juez que le mandaba autoritariamente callar y el que testificaba en su contra era el ladrón en cuestión. Pero no nos lo creemos, esa no es historia que se le ocurra a un libro. Esa estaba sucediendo de verdad. El Día del Libro en la nación sin libros.
Hoy, 23 de abril de 2014.