Posiblemente no hayamos conocido a nadie que abarque como él todo el significado de la palabra Respeto. Lo tuvo Nelson Mandela hasta extremos inusitados, y lo terminó recibiendo en cantidades industriales. Su ejemplo nos puede parecer lejano, y sin embargo nos queda mucho más próximo de lo que pensamos, en el espacio y en el tiempo. Más que despedirle, nos corresponde celebrar que existió.
Sin embargo su hazaña, enorme y titánica, empequeñece lamentablemente en cuanto ampliamos la vista del mapa y enfocamos más allá de Sudáfrica. Cambió un país, ese sí que no tiene nada que ver hoy con el que fue. Le deben tanto los durante siglos brutalmente marginados como sus opresores, que al fin y al cabo, gracias a él, se salvaron de lo que podría haber sido una venganza salvaje. Pero su mensaje había llegado mucho más lejos. Consiguió, durante sus años de cárcel, unir a todo el continente africano en torno a una causa. Propició gestos como que todos los países del África Negra se pusieran de acuerdo en no acudir a los JJ OO de Montreal en 1976 porque el Comité Olímpico había admitido a la Sudáfrica blanca, al fin y al cabo un país de posibles.
Sin embargo, una vez liberado, elegido presidente, reconocido, premiado y agasajado, la causa panafricana se fue diluyendo. Su país no volvió atrás, no parece que vaya a hacerlo, pero el continente olvidó su referente, nadie tomó el testigo de su trabajo, lucha y resistencia. Y volvió a abandonarse a su suerte, indefectiblemente precaria. Al egoísmo ególatra de sus dirigentes y a la rapiña de los especuladores que siguen lucrándose a costa de su miseria.
Nelson Mandela ha sido ejemplo de dignidad y de concordia. Tuvo la inteligencia, la templanza y el estómago de perdonar a los que le machacaron. Miró más allá, y en vez de saldar cuentas cuando se vio fuerte, aprovechó su carisma de mártir vencedor para convencer a todos, a sus seguidores y a sus torturadores, para que le echaran coraje y se pusieran a construir juntos. Que los blancos jugaran al fútbol y los negros al rugby, bendita metáfora de una epopeya que resultaba inimaginable en aquel país.
Pero una epopeya hoy por hoy inviable en tantos otros enclaves de este mundo. Ya digo que no tan lejanos, creyendo como se cree que el apartheid, la exclusión o la intransigencia son sólo cuestión de razas. E insisto, levantemos la vista del mapa, observemos con toda la perspectiva y nos daremos cuenta de lo pequeña que es Sudáfrica, de lo diminuto que en realidad, a pesar de su grandeza, ha sido Mandela. De lo insignificante que al final, en términos globales, ha resultado su obra, y de lo poco que ha cundido su ejemplo si lo analizamos con honestidad. ¿Cuántos cientos de Madibas harían falta…? ¿O los tenemos y, simplemente, los despreciamos y hasta los tachamos de inconscientes cuando no ofensivos? Mirémonos a los ojos… mientras celebramos a Mandela.