En ciertas organizaciones, dado su volumen o complejidad, sucede a menudo que el brazo izquierdo no sabe lo que está haciendo el derecho. Si en vez de miembros hablamos de voces, el desfase entre lo que dicen unos, lo que aseguran otros y lo que matizan los de más allá, puede ser importante, y en ocasiones muy perjudicial para su imagen y sus objetivos. La multiplicidad de portavoces –oficiales y espontáneos- es difícil de controlar, y a veces puede derivar en distorsión del mensaje, cuando no en la absoluta contradicción. Lo vemos en partidos políticos, en gobiernos, en clubs de fútbol… en las empresas suelen estar más jerarquizadas las funciones representativas, pero también en algunas, con muy diferentes áreas de actividad y mucha exposición mediática, suele desatarse lo que, entonces, estaba mal atado.
La reputación de una identidad va muy relacionada con la consistencia y coherencia de su mensaje. Puede ser un mensaje disociable, desplegable, con múltiples terminaciones nerviosas. Pero ha de mantener un núcleo, un componente esencial común. Si es la piedra angular la que se mueve, se da la sensación de no tener claro el rumbo. Se transmite duda, inseguridad, carencia de solidez en el discurso o, lo que es peor, falta de seriedad. Hemos visto presidentes que se contradecían con sus vicepresidentes, destacados miembros que han salido con declaraciones individuales y por su cuenta que han ocasionado grandes cismas, sí, también versos sueltos. Hemos asistido a desautorizaciones públicas, a veces drásticas e incluso humillantes. O hemos conocido a ejecutivos que se sabían perfectamente y al dedillo todo lo relativo a su campo concreto de actuación, pero no sabían explicar lo que realmente hacía su compañía.
Claro, no siempre es fácil abarcar todo, y a veces es una tarea titánica llevar en la cabeza lo que una organización puede o debe decir ante cualquier audiencia y en cualquier contexto. El discurso a seguir no ha de ser un catecismo o la relación de tablas de multiplicar, que haya que memorizar para recitarlo al pie de la letra. Tampoco un enorme volumen que haya que estudiarse de “pe” a “pa” antes de cada entrevista, rueda de prensa o participación en cualquier tertulia o mesa redonda. Sí es imprescindible contar con un potente documento que a veces, inevitablemente, pudiera llegar parecer un libro, donde se contengan todos los mensajes, su desarrollo, su evolución y su forma de presentarse en los distintos escenarios. Pero no se trata de hacer comulgar a toda la plantilla con ese mamotreto. Debe estar, ser utilizado y pulido continuamente en instancias concretas, por supuesto por la dirección de Comunicación y desde luego por el más alto escalafón.
Conocedores de estos casos y situaciones, algunos que nos dedicamos a trabajar la plastilina de los mensajes –valga la expresión-, recomendamos estructurarlos según niveles. Hay que ponérselo fácil a todos los que van a representar a la entidad en un momento dado. Así podremos asegurarnos, o por lo menos tener ciertas garantías, de que cada uno cumpla su papel en el equipo y que todas las voces suenen coordinadas, sin alterar la voz principal, la línea maestra de la Comunicación. Una propuesta sería trabajar en dos aspectos: por un lado, crear un mensaje central y una serie de mensajes colaterales; y por otro, repartir las tareas.
El Mensaje Central es el que contiene la idea principal con la que la organización quiere llegar al público en general. Lo primero que diría cuando quiere presentarse ante el mundo. No se trata, claro, de una simple frase bonita, sino que ha de tener un fundamento, un desarrollo lógico y unos argumentos que lo sustenten.
Los Mensajes colaterales son aquellos que, manteniendo la coherencia con el mensaje central, sirven para desarrollar los diferentes discursos con los que una entidad ha de desenvolverse en diferentes escenarios: mensajes corporativos, de cada área o departamento, de producto o líneas de producto, segmentados por audiencias –consumidores, empresas, inversores, regionales, locales…- y también ante determinadas situaciones, como los de crisis, si bien estos merecen un capítulo aparte y no vamos a extendernos aquí.
Establecida esta clasificación, vendría el momento de asignar tareas. Lo primero, toda organización debe designar sus portavoces y determinar en qué situaciones corresponde a cada uno salir a la palestra, estableciendo además niveles de representatividad. Según ese reparto, se distribuirían las categorías de mensajes, teniendo en cuenta que el mensaje central tiene que estar en cabeza de TODOS los que cumplan en un momento dado la función de portavoz de la entidad. Por eso ha de ser sencillo, claro y fácil de retener.
A partir de ahí, puede haber portavoces de nivel digamos más técnico o especializados: un delegado regional, un jefe de producto, un director general de Agricultura, un director técnico, un responsable de Recursos Humanos… Son los que habrían de tener claros los mensajes colaterales específicos de su ámbito. Hablan de aspectos o se dirigen a públicos concretos, pero no deben perder la perspectiva de lo que su compañía o entidad desean transmitir al conjunto de la sociedad.
Luego estarían los portavoces de máxima representatividad: presidentes, directores generales, miembros del comité de dirección… que siempre deberían manejar con soltura: 1. el mensaje central; 2. Los mensajes corporativos; y 3. Al menos una línea de los mensajes colaterales, si no es posible de todos, al menos de los que la entidad considere más estratégicos. Si ante una determinada pregunta o situación no es capaz de llegar al fondo de una cuestión concreta –lo cual muchas veces es comprensible-, no debe tener reparo en delegar en un portavoz más especializado. Si no está presente en ese momento, se puede emplazar al interlocutor –periodista u otro actor- a tener una comunicación con él, y por supuesto facilitársela.
Cada organización puede, en función de su estructura y sus necesidades, establecer uno, dos, tres o cuantos niveles de portavocía considere necesarios, si bien no sería recomendable excesiva complejidad. Puede determinar que sólo uno ocupe la cúspide de la pirámide, con dominio o visión sobre todos los mensajes; o que entre el primer nivel y los más técnicos, exista un grupo de portavoces con cualificada representatividad corporativa pero que a su vez dominen con solvencia ciertas áreas más técnicas o descentralizadas. Pero que a cada uno, sea cual sea su posición en el “organigrama de Comunicación”, le quepa todo el manual en no más de tres páginas, con sus mensajes bien documentados y apuntalados por buenos datos cuando sea necesario. Todo este trabajo de crear, organizar, distribuir y documentar corresponde al departamento de Comunicación, en directa colaboración con la alta dirección de la entidad. Y lo que se espera de los “elegidos” para representarla es qué menos que diez minutos de “gimnasia” antes de sus comparecencias públicas.
De lo que se trata, en definitiva, es de cuidar el contenido, y luego de repartir bien el juego y coordinarse. Sea cual sea su cometido o su misión, sus valores o su modelo de negocio, una organización que aprecie su reputación y desee ser efectiva en su Comunicación debe “sonar” como una orquesta. Sin mensajes disonantes.